.:: Crítica Teatro ::.

RESEÑA, 1992
NUM. 231, pp. 14-15

TIRANO BANDERAS
HISPANOAMÉRICA EN UN TIOVIVO

Título: Tirano Banderas
Autor: Valle-Inclán
Adaptación: Lluís Pasqual
Escenografía y vestuario: Frederic Arnat
lluminación: Pascal Mérat
Intérpretes: Lluís Homar, Juan José Otegui, Lautaro Murúa, Walter Vidarte, Angelina Peláez, Vivían Lofiego, Leonor Manso, Patricio Contreras, Tito Junco, Nacho Bressó, Gonzalo de Castro, Juan Rico Cruz
Dirección: Lluís Pasqual
Estreno en Barcelona: Teatro Tívoli 4 – VI - 92

Con algo de bombo y platillo “masmediático” nos ha llegado este Tirano Banderas solemnemente presentado el pasado mes de marzo en el Odéon de París, bastantes años después de que José Tamayo y Enrique Llovet pusieran en escena el año 75 otra adaptación más o menos oficiosa de la conocida novela de Valle-Inclán. Como una de las grandes culminaciones literarias del arte narrativo valle-inclanesco, no será ésta la primera ni la última vez que Valle sube a los escenarios como el último adalid de la universalidad dramatúrgica castellana y bajo el designio de aquel lejano dictamen de Pérez de Ayala, según el cual toda la obra de Valle se producía “sub specie theatri”. El caso es que ésta y otras muchas cuestiones hagiográficas han producido una bibliografía que más bien quita el hipo -Ricardo Doménech habla de 2.500 publicaciones -, sin que ello dilucide el viejo reto de las tablas, con o sin asesores universitarios en la mesa de ensayos. De este Tirano Banderas lo mejor que puede decirse es que no va mucho más allá de la corrección institucional, y esa es, pienso yo, muy poca salsa para tanto entuerto con dos riberas y un océano.

Para empezar, y entrando en materia, ha resultado algo desacertada la elección de Lautaro Murúa para el papel del dictador Santos Banderas, que es un poco el nudo gordiano de la función. Recordábamos a Murúa en el papel lacónico e introspectivo de La muchacha de las bragas de oro, la excelente adaptación de la novela de Marsé, y aquí hemos visto confirmada, en efecto, la talla de un actor que encarna con efectividad al “tirano de la República de Santafé” entendido como un caudillo en la estirpe de los Julio César o el Calígula “intelectualizado” de Camus - así lo subraya la bata de barbería convertida en una vaga alusión a las viejas túnicas imperiales -, pero escamoteando con ello los contornos más bárbaros de un referente literario en el que Valle condensó algo así como una “summa theologica” de los Francisco Madero, Porfirio Díaz, o el doctor Francia, sin desestimar la poderosa huella de la aventura de Lope de Aguirre que Valle tomó como acicate de su trágica reflexión sobre las miserias del poder en un contexto tercermundista. Murúa tramita así antes al decoroso oficial de carrera desbordado por los acontecimientos que al dictador enloquecido en su sangrienta borrachera de dominio y “gobernación”. Falta equilibrio en su papel de ogro filantrópico.

No ha sido pues demasiado ancha Castilla en lo que atañe a la tan traída y llevada psicología profunda de los dictadores - aunque es de rigor que en Valle el fulgor literario trasciende al dato psicológico -, en un montaje que resume una densa novela experimental de la cual se hace algo difícil entresacar, en esta adaptación, la compleja trama original. Comprendemos así, como podemos, la defensa del “indigenismo” que Valle recreó en el episodio del indio Zacarías y su “chinita”, la representatividad colonialista de don Celes, el viraje revolucionario del intelectual criollo don Roque Cepeda, mientras se salda en reiteración y gratuituidad la figura del Mayor del Valle, un típico “perro de presa” de palacio al que se presenta, con escasa fortuna, como un encopetado y centroeuropeo torturador de monóculo, o de una “rana-bufón” que ni hace más shakespeariano a su amo ni otorga mayor condimento a la algo confusa selección dramatúrgica. Domina así la sensación del abocetado retórico en un montaje algo esquemático y artificioso, más en la línea de un lujoso “digest” de alta cultura transrracional que de una verdadera y concienzuda investigación escénica y dramatúrgica.

Lluís Pasqual ha contado, más allá de su rutinaria y contratada dirección -nada que ver con sus grandes trabajos para el Lliure -, con una sugestiva e inteligente propuesta escenográfica ideada por Frederic Amat: un apabullante tiovivo carrusel que, como metáfora del mundo onírico-infantil en el que vive, omnímodamente, el dictador Banderas, ilustra y multiplica las perspectivas interpretativas del texto. Esta apuesta escenográfica expira, sin embargo, en el puro concepto de partida, sin apenas enriquecer el desarrollo de la dramaturgia espectacular desde un uso tal vez inevitablemente mecánico del tiovivo, bonito tiovivo en el que se apelmazan casi todas las acciones sin que acabemos de ver plenamente recreado el mundo alucinado y salvaje de la dictadura y la revolución - al menos, en clave de documento político-grotesco - más allá de los pocos guiñas genetianoartaudianos con que Pasqual ha actualizado los ecos más tortuosos de la historia original.

Harina de parecido costal es la tan celebrada polifonía del idioma hispano-castellano con que Valle concibió su novela. El cincelado de formas diastráticas o jergales, de modismos de “chulapería”, atiborrado mosaico de voces hispánicas de “México, Cuba, Perú, Venezuela, Chile, Río de la Plata” -lo ha estudiado y señalado Henríquez Ureña -, se ha traducido en un poco sutil conglomerado de “ándales”, “hijos de la chingada”, “compadritos”, y otros muchos riquísimos modismos llenos de color y sabor local. Valle se nos restituye incólume, pero el caso es que hay poca musicalidad en esta prosa dramática “americanista” y sí bastante de una entonación por un lado demasiado chillona, y por otro, insuficientemente audible. El tono dominante es, en fin, algo estridente.

En atención a la globalidad de los resultados, podemos consignar un montaje finalmente digno, discreto, con algunos buenos momentos de teatralidad que, no obstante, resultan en exceso episódicos y desarticulados. Un montaje en el que algunos atisbos de expresionismo folklórico - azteca o algunos estilemas propios de un vago naturalismo “internacional” no consiguen sobrepasar el aséptico tono de un producto híbrido que desdibuja los acentos más “grotescos” y “esperpénticos” del original y que, sin duda, se resiente de la dificultad de adaptar un universo narrativo tan enormemente complejo como el de Valle. Con todo, es evidente que este Tirano Banderas ha cumplido su presumible función de aparador cultural complementario a los fastos del Quinto Centenario. El producto y su razón de ser parecen corroborar así las voces más críticas de una celebración que junto a las bondades históricas del “encuentro” también celebra la sangría económico-social y el genocidio etnocéntrico de un continente que Valle quiso reflejar como temas subyacentes de su Tirano Banderas. Este montaje no pasa de ser una mera operación culturalista y de prestigio, y es una lástima porque el talante díscolo y comprometido de Valle se merecía mejores causas.


Ferrán Corbella
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