Reseña,
Julio/Agosto
1997, (nº 285, pp. 18) |
ESLAVOS
SOBRE LA HISTORIA RECIENTE DE RUSIA |
Título:
Eslavos.
Autor: Tony Krushner.
Versión: Carla Matteini.
Dirección: Jorge Lavelli.
Escenografía y vestuario: Antonio Lagarto.
lntérpretes: Carmen Segarra, Ana Erais,
Antonio Canal,
Héctor Colomé, Juan José Otegui,
Joaquín Hinojosa, Manuel Tejada, Blanca
Portillo,
Natalia Menéndez, Cristina Arranz.
Estreno en Madrid: Teatro María Guerrero (CDN),
4 – VI
-97. |
Foto: Chicho |
Tony Kushner parece haberse convertido repentinamente en el
autor de moda en Madrid. Al espectacular aterrizaje de Angels
in America, bajo la dirección de Flotats, le sigue
Eslavos, coproducido por el CDN y el Teatro de la
Colina parisino dirigido esta vez por Lavelli. No es
nuevo este fenómeno, un tanto compulsivo, en el ámbito de la
escena madrileña: podríamos recordar trayectorias semejantes de
otros dramaturgos que después desaparecen con la misma
brusquedad con la que han irrumpido. Es un síntoma más de la
falta de pulso que aqueja a la producción teatral pública y
privada de los últimos años. En cualquier caso, bienvenida sea
la aparición de un dramaturgo que devuelve el teatro al ámbito
de lo público, de lo histórico, en un momento en el que
predomina el minimalismo, el interés por los asuntos privados y
los conflictos domésticos.
Kushner se enfrenta en esta pieza con uno de los grandes
acontecimientos de la historia contemporánea: la disolución del
sistema comunista en la URSS a partir del año 85. Es digna de
elogio su ambición, su espíritu magnánimo, aunque su diagnóstico
pueda resultar, y es lógico que así sea, discutible y tal vez
para algunos hasta irritante o políticamente incorrecto. Las
contradicciones tragicómicas entre el sistema comunista y las
peculiaridades del alma eslava, a la que se refieren en diversas
ocasiones los personajes, constituyen el eje de esta reflexión
lúcida e incómoda a la vez.
Eslavos comienza con una brillante escena, en la que dos
barrenderas despejan con ahínco la nieve que cubre las escaleras
que conducen a un edificio público, mientras discuten con
apasionamiento sobre la situación política del momento. Pero su
tarea resulta inútil, porque la nieve continúa cayendo con
desesperante constancia sobre esas gradas de Moscú. Este debate
deja paso significativamente a la llegada al edificio de los
miembros del aparato que se enfrentan a su vez con una sociedad
que cambia de manera imparable y ese cambio provoca en algunos
la nostalgia, en otros la incomprensión y en todos el
desasosiego. Pero sí este comienzo recordaba al Brecht de
Terror y miseria en el tercer Reich, por ejemplo, con su
estructura fragmentaria y su agudeza para desvelar las
contradicciones del sistema, el desarrollo posterior de
Eslavos, sin renunciar del todo a esta impronta brechtiana
—que se advierte a lo largo de todo el texto—, se inclina más
por una historia agiutinadora, la de Katerina y
Bonfíla, dos lesbianas que serán castigadas con un destierro
a Siberia por su relación amorosa, considerada por los
mandatarios como expresión de una moral degenerada. La denuncia
sobre la militarización y la nuclearización soviética, que
provocó incalculables daños e irremediables secuelas sobre la
población indefensa constituye el amargo desenlace que precede
al epílogo en el que dos de los viejos mandatarios a quienes
habíamos visto en las primeras escenas, se plantean, ya muertos
y aburridos en su peculiar ultratumba, la pregunta de Lenin:
¿Qué hacer? La reflexión queda así abierta al presente tras el
análisis del pasado inmediato.
Hay en Eslavos situaciones de indudable dramaticidad,
como la que abre la pieza —ya citada— o algunos momentos de la
relación entre las dos mujeres, por ejemplo, hay hallazgos
brillantes y aspectos muy sugerentes que remiten a Brecht,
hay incluso un guiño chejoviano, y la pieza en su conjunto está
llena de interés, pero hay también momentos en los que decae la
tensión, las escenas se hacen largas o los diálogos
reiterativos, e incluso la obviedad sustituye a la agudeza. La
mano maestra de la dirección de escena ha salvado esas
desigualdades y ha conseguido un espectáculo ejemplar.
Lavelli ha realizado un concienzudo trabajo en lo que
respecta a la dirección de actores, a la concepción del espacio
y a la interpretación de conjunto de la historia, para la que se
ha encontrado un punto muy preciso en que se equilibran lo
farsesco, lo desfigurado y hasta lo cómico con lo reflexivo y lo
crítico. Una estética rigurosamente naturalista hubiera
conducido a un espectáculo pesado y tal vez con momentos de
falsedad, sin embargo, el montaje de Lavelli resulta
ágil, brillante y eficaz.
Ciertamente el director ha contado con un elenco de intérpretes
cuya trayectoria es notable, pero ha extraído de ellos sus
mejores posibilidades. Ha acertado con una línea de trabajo que
sorprende por su eficiencia y su rigor. El empleo de la máscara
para casi todos los personajes — con excepción de las dos
enamoradas, como ocurría con la comedia del arte — se revela
como una solución inteligente que resalta los mejores perfiles
del texto y atenúa sus desigualdades. Sería injusto dejar fuera
del elogio a alguno de los actores, pero tal vez merezca
destacarse la labor de Héctor Colomé, de Juan José
Otegui o de Blanca Portillo.
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