Reseña,
noviembre/
Diciembre, 1981
(nº 135, pp. 23 – 24) |
DE CALDERON
REDUCCIONISMO, INCOMPRENSION, DESAPEGO, RUTINA...
LA HIJA DEL
AIRE
Centro Dramático Nacional.
NI ANA BELÉN NI CARLOS LEMOS SE
SALVAN DEL DESASTRE.
NUESTROS ACTORES NO SABEN DECIR EL VERSO |
Título: La Hija del aire.
Autor: Pedro Calderón de la Barca.
Adaptación: Francisco Ruiz Ramón.
Escenografía y vestuario: Fabió Puigserver.
Dirección: Luis Pasqual.
Intérpretes: Ana Belén, Francisco Casares,
Francisco Algora, Francisco Guijar, Carlos Lemos...
Estreno en Madrid: Teatro Maria Guerrero
(CDN). Octubre 1981. |
Ana Belén y Carlos Lemos |
Lo más
significativo del centenario de Calderón es que nos ha
dejado en evidencia. Sobre todo porque hay que partir de cero,
empezar de nuevo, recordar a regañadientes a este autor del
Siglo de Oro... Acudir a él con prisa e incomprensión, tomándole
por algo muerto o aceptando estúpidamente lo que de él nos ha
dicho la rancia ortodoxia de una clase que se lo apropió (ahí
están los que desde supuestas posturas progresivas. se han
negado a rescatar a Calderón incluso en su centenario). Y partir
de cero es tener que señalarle como uno de los tres grandes
autores de todos los tiempos - Sófocles. Shakespeare, Calderón?
- a sus incrédulos compatriotas, incapaces de haber elaborado
una tradición de poner sus obras en escena, pero creadores en su
lugar de otra, la de despacharlo con algún calificativo
despectivo e ignorante (lo de “reaccionario” no es por ahora
sino la última de las lindezas, que evita el trabajo de
conocerlo). La profundidad, el lirismo, la poesía, la altura de
su teatro, de sus tipos, de sus personajes y situaciones es tal
que la pobreza del centenario es síntoma del estado de nuestro
sistema cultural. Lo máximo que pretendemos es cubrir el
expediente con acudir a sus títulos más célebres, que no son los
mejores necesariamente, por muy importantes que sean El
alcalde de Zalamea o La vida es sueño. A menudo ignoramos el
sentido crítico de esos dramas “de honor” como el tremendo
Médico de su honra y creemos que el protagonista es trasunto
del autor, defensor de esa odiosa moral exterior. Olvidamos la
relectura que nos rescataría al verdadero Calderón y
olvidamos esas obras grandes e inmortales que acaso recuperen
otros españoles menos perdidos que nosotros en sus ombligos
ideológicos.
Seria el momento de acusar de nuevo a nuestros actores de no
saber decir el verso. Que es como decir la prosa, pero más
difícil, porque hay que saber mucho mejor lo que se está
diciendo, y éste es el secreto fundamental. Y que no hay que
confundir verso con soniquete. Y que no es precisa la
gesticulación exagerada para “explicar” el verso. En fin, que el
verso rehúye, sin embargo, la inexpresividad mucho más que la
prosa, lo que es tanto como decir que sólo lo diré bien quien
alcance ese punto de equilibrio interpretativo tan raro en
nuestros escenarios. En el montaje de La hija del aire se
da la presencia de un actor de la vieja escuela, Carlos Lemos,
cuya manera de decir el verso es engolada, falsa, inviable ya.
Hemos destruido esa escuela, en buena hora, pero no la hemos
sustituido por nada, ni siquiera por el estudio de las palabras
para darles un sentido al declamar. ¡Declamar! Qué palabra tan
cargada de sentidos de vacuidad y ridículo para todos los que se
han acercado alguna vez al teatro.
La mayor parte de los actores
Demuestran una ignorancia total
De Calderón. |
También es la hora de acusar de nuevo a nuestros actores de ser
incapaces de construir un personaje, un tipo, un arquetipo, de
cristalizar los elementos del gestus. Acaso la dudosa forma de
reclutamiento y selección del personal en el teatro —como en
otras artes “bunkerizadas” que también han conseguido la
expulsión del público— ha llegado a prescindir de los actores de
talento. ¿Qué otra cosa cabe decir, si no. ante ese rey y ese
general — Francisco Guijar y Francisco Casares —, que convierten
en bronca de mercado el terrible enfrentamiento de sus pasiones?
¿O del pobre histrionismo de Algora y la rutinaria presencia de
Valverde, Calot o Meseguer? A diferencia de
El alcalde de
Zalamea de Fernán Gómez, basado en actores medios pero
soportables y en una soberbia creación del personaje central, en
La hija del aire de Lluis Pasqual no hay ni un solo actor
salvable. Ni siquiera la protagonista, Ana Belén, que casi nunca
ha aparecido como una actriz excepcional ni creativa, pero que
siempre ha dado buenos niveles de profesionalidad y corrección.
Aquí se la adivina forzada a crear un personaje que acaso
concibe de otro modo y cuya complejidad y riqueza queda reducido
a una sed de poder y a una coquetería narcisista lamentable — la
escena del parlamento de Lidoro (Lemos) con la Belén peinándose
(“qué guapa soy”) es de vergüenza ajena, por lo reduccionista y
facilón —. A Lemos y Ana Belén los recuerdo espléndidos en un
Tío Vania de Layton en que habla lo que aquí falta, un magnífico
director de actores, una clara concepción del drama y una
compañía con ambición artística. Tal vez también había más
ensayos.
La dirección de Lluis Pasqual es, por lo menos, ingenua. Como es
ingenua su perplejidad verbalizada en el programa de mano, donde
no se habla para nada de obra tan difícil y, sobre todo, de lo
que se ha hecho con ella; sólo es un intento de disculpa con una
base que no podemos negar, la convicción de que se trata
“de una
apuesta perdida desde el primer momento o más exactamente con
sólo una posibilidad de ganar a larguísimo plazo”. Acaso en el
año 2081 haya españoles criados en una tradición de respeto y
conocimiento de los clásicos, con la convicción de que esto no
constituye un culto a los muertos estéril e idólatra, sino una
parte del conocimiento de nuestro ser en el tiempo. Lo cierto as
que esta puesta en escena, en la que ha intervenido gente del
excelente conjunto del Teatre Lliure —en ese mismo escenario del
María Guerrero le hemos visto montajes muy diferentes por ser
muy buenos, hasta un clásico—, es un fracaso total, hecha sin
convicción y con una incomprensión del original que suena a
rutina posterior a una imposición al grupo. No es así como se
crea una tradición, sino como se fomentan pataletas como la de
Miralles (“come y calla, que es cultura”, qué ingenioso).
Pero el fallo de base está en la adaptación del texto, a cargo
del profesor Ruiz Ramón, del que nos consta sin embargo su amor
a Calderón. La hija del aire es una compleja tragedia compuesta
de dos partes, cada una de las cuales corresponde a la duración
normal de una comedia. Es decir, cuatro horas y media de teatro
se nos han reducido a dos y cuarto. Con las consiguientes
simplificaciones, faltas de motivación escénica, reducción de
situaciones y personajes desaparición de algunos, falseamiento
del drama. Lamentable. Lamentable porque se podía haber elegido
otra obra importante de Calderón si se temían las impaciencias de espectadores
inquietos. O porque se podía haber hecho como en otros países y
sentar un buen precedente. Ó bien como en la ópera: un entreacto
largo para cenar y, después, vuelta al teatro. El teatro sería
así como un acto cultural largo y hermoso donde está excluida la
impaciencia. El anillo del Nibelungo, de Wagner, dura cuatro
días y el último de ellos supone unas seis horas en el teatro y
en los bares y paseos de alrededor... y se lleva representando
cada vez más a menudo desde hace 105 años. La adaptación de
La
hija del aire lleva la obra a un estéril reduccionismo que ha
provocado alguna protesta, como la del dramaturgo José Ruibal en
“El País”, totalmente justificada. En efecto, Semíramis, la
protagonista, posee en sí el ascendiente de Diana y el de Venus,
dos formas contrapuestas de feminidad: la demostrativa y la
apegada a la naturaleza, la actuante y la maternal, la poderosa
y la comprensiva... Criatura arrancada por violación de un
devoto de Venus a una sacerdotisa de Diana, esta diosa castigará
a todo el que se vea atraído hasta ella (es decir, a todo lo
relacionado en ella con Venus) e influirá cada vez más sobre
esta mujer hasta provocar su destrucción (negación de la
maternidad en Diana, como Semíramis frente a su heredero).
Arquetipo muy moderno. pues — la “tentación masculina”, activa,
por decirlo así, o ascendiente de Diana: vocación “natural”, de
maternidad y comprensión, o ascendiente de Venus—, puede
constituir una reflexión sobre un aspecto importante de la
mujer, independientemente de la época en que fuera escrito, pero
este tipo de mujer es propio ya de una mentalidad ilustrada
“avant la lettre”. Es decir, es posible en Calderón, pero no
antes. Quede al margen que las generaciones posteriores no
llevaron más lejos el mensaje de ilustrados como éste, sino que
se produjo la involución cultural que, a la larga, permitió
fenómenos como la apropiación de Calderón por los “curanderos de
honras” y otros zombies nacionales.
No pretendamos en estas escasas páginas críticas rellenar años
de secuestro y ausencia de nuestro autor. Ciñámonos a una
conclusión sobre este montaje: una serie de profesionales
válidos — excepto la mayor parte de los actores, cuya ignorancia
de Calderón y otras ignorancias se advierte desde que pisan la
escena — nos dan un producto fallido, a veces irritante, donde
ni le música horriblemente cantada ni la “funcionalidad”
esquematizante del dispositivo escénico (Fabiá Puigserver) deja
de decepcionarnos. Además, esa Semíramis dividida, polivalente,
no existe en el texto escuchado en el María Guerrero. Ese
enfrentamiento de tantas resonancias psicoanalíticas — véase un
texto de Erich Fromm con el significativo título de Sexo y
carácter — se escamotea por el reduccionismo de un adaptador, el
desapego y la rutina de unos intérpretes, la incomprensión de
unos profesionales anclados en un teatro del siglo XIX hacia el
más moderno de sus clásicos.
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SANTIAGO MARTIN BERMIJDEZ
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Centro Dramático Nacional
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28004 – Madrid
Metro: Colón, Banco de España, Chueca.
Bus: 5,14,27,37,45,52,150
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