RESEÑA, 1994
NUM 251, pp. 33 |
DON GIL DE LAS CALZAS VERDES
EL PLACER INTELIGENTE
Para el critico Juan
Luis Veza el montaje de
Marsillach ha montado su espectáculo como una
inteligente diversión colectiva. |
FOTO: ROS RIBAS |
Título: Don Gil de las calzas verdes.
Autor: Tirso de Molina.
Adaptación: J. M. Caballero Bonald.
Escenografía, vestuario, iluminación: Carlos Cytrynowski.
Música: Daniel Zimbaldo.
Coreografía: Elvira Sanz.
Intérpretes: Adriana Ozores, Yolanda Arestegui, Manuel Navarro,
Héctor Colomé, Enrique Menéndez, Miguel De Grandy, Muro
Querejeta, Pilar Massa.
Dirección: Adolfo Marsillach.
Estreno en Madrid: Teatro de la Comedia (CNTC), 15-IV-1994.
De entrada, acercarse a Tirso es reencontrarse con la belleza de
su verso fácil y elegante, variado, lleno de guiñas que el
fraile mercedario dirige al oyente. Baste recordar el pasaje en
que se da un jocoso repaso a médicos, abogados y curas de la
época... mucho antes de que lo hiciera Molière. Y detrás del
verso, esa construcción dramatúrgica que nuestros grandes del
Siglo de Oro dominaron admirablemente: arranques de escena en
medio de la acción, encabalgamiento del embrollo, rizar el rizo
de la sorpresa hasta los últimos momentos para llegar a un
desenlace vertiginoso.
La adaptación que José Manuel Caballero Bonald ha hecho a este
Don Gil es apenas perceptible, para aliviar términos obsoletos o
aclarar algún recoveco oscuro de la intriga, que también quedó
alguno en los maestros de la comedia. Estas pequeñas oscuridades
cuentan siempre con la indulgencia del espectador, seducido por
la gracia del conjunto; sobre todo, cuando se piensa en la
dificultad que parecen experimentar nuestros dramaturgos
contemporáneos para ensamblar las piezas de sus obras.
Otro atractivo de Tirso, de particular relieve en esta pieza, es
el de ver desfilar por la escena a esa galería de mujeres
decididas, capitaneadas aquí por doña Juana, la protagonista
indiscutible. Travestida como don Gil, vuelta a camuflar como
doña Elvira, el personaje bien puede merecer la incondicional
simpatía de las más drásticas feministas: su desparpajo para
tomar las riendas de su propia aventura convirtiéndose en eje de
un torbellino de relaciones, es casi increíble en el siglo XVII
tal como lo solemos imaginar (habría que revisar si en realidad
no fue muy otro...). Y junto a ella, más domésticas y
aparentemente sometidas, las demás mujeres tejen y destejen el
curso de los hechos según su femenina voluntad frente a unos
varones bastante más ridículos, romos y prisioneros de sus
propios tópicos. Es difícil no intuir como constante de fondo la
burlona sonrisa de Fray Gabriel.
Acorde con estos materiales de partida, Adolfo Marsillach ha
montado su espectáculo como una inteligente diversión colectiva.
Y habría que destacar que no es frecuente lograr desde el mismo
día del estreno un clima tan distendido en la escena, donde
todos se divierten desde sus respectivos personajes y transmiten
ese placer a los asistentes. En todo momento los actores
muestran esa sutil y difícil ley de la comedia: defender con
pasión al personaje manteniendo a la vez la distancia de quien
sabe que juega y no lo oculta. Es éste, quizá, uno de los
placeres más sabrosos del teatro: tomar parte, desde el
escenario o desde la butaca, en la complicidad de ese juego de
adultos en que el humor -rasgo de inteligencia donde los haya-
nos purifica de nosotros mismos y nos devuelve a nuestro lugar.
En busca, pues, de esta fiesta, Marsillach utiliza con toda su
veteranía los recursos propios del género. Subrayando narices,
estirando bigotes, desnudando hombros o explotando la
expresividad de sus actores, ha hecho entrar a todos en el juego
sin reticencias, incluidos el galán y la dama que de ordinario
se mantenían al margen del exceso. Lejos de la ingenua tentación
de considerar «buenos y malos», por encima de virilidades y
feminismos, los espabilados y los tontos resultan
entrañablemente deliciosos: un logro del humor inteligente.
El conjunto de los participantes del espectáculo se ha sumado a
la pauta general de una sabia libertad en el tratamiento de los
medios expresivos. La escenografía y vestuario de Cytrynowski
(de quien conocemos cosas más bellas) utilizan con desenfado
elementos de evocación clásica, buscando sugerir más que
reproducir fielmente. La música de Daniel Zimbaldo sigue la
misma orientación, permitiéndose jugar con forma modernas como
variaciones humorísticas a motivos de época. Y entre los
intérpretes, además de la espléndida madurez de Adriana Ozores
(a quien ya saludamos hace años como actriz rotunda, ver RESEÑA
núm. 225, pág. 25), destacan y Yolanda Arestegui en una
doña
Inés un poco «piuma al venta» y muy simpática;
Héctor Colomé,
que presta su voz y solidez escénica a Caramanchel, y un
Arturo
Querejeta que, gracias a su expresividad personal, logra un
Osorio antológico (es la hora de recordar aquello de que «no hay
papeles cortos ... »).
La facilidad aparente con que todo discurre y se armoniza en la
escena, digámoslo una vez más, es el resultado del dominio
logrado tras mucho y buen trabajo. Quizá no sólo el desarrollado
para este estreno, sino en el conjunto de la labor desplegada
por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que poco a poco ha
ido dando familiaridad y madurez al tratamiento de estos
autores. Marsillach no es un extraño en este proceso. Cuando
otros géneros del espectáculo se empeñan en divertimos a base de
efectos especiales, violencia visual y sonora, colosalismo o
robótica, este Don Gil de las calzas verdes produce el
refrescante efecto de quien huye del hormigón y reencuentra un
arroyo limpio. El mejor comentario se reduce a una palabra:
gracias.
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JUAN LUIS
VEZA
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