.:: Crítica Teatro ::.

RESEÑA 1971
NUM. 49, PP. 541-544

Un enemigo del pueblo
Henrik Ibsen

En 1971 Fernando Fernán Gomez montaba la versión de Arthur Miller en el desaparecido Teatro Infanta Beatriz. Se presentaba en Madrid una jovencísima Enma Cohen, musa barcelonesa en ciertos ambientes artísticos. Laobra de Ibsen de 1882, cobraba una gran actualidad en la versión de Miller.


Título original: «En Folkefiende» (Un enemigo del pueblo), 1882.
Autor: Henrik Ibsen.
Versión española: José Méndez Herrera, sobre adaptación de Arthur Miller.
Director: Fernando Fernán GÓmez.
Decorados: Fernando Fernán Gómez, realizados por Manuel López.
Vestuario: Cachi Otero.
Luminotecnia: José Martínez.
Intérpretes: Fernando Fernán Gómez (Dr. Stockmann), María Luisa Ponte (Catalina Stockmann), Emma Cohen (Petra), Alberto Fernández (Petro Stockmann), Antonio Queipo (Morte Kill), José Montijano (Aslaksen), Antonio Canal (Hovstad), Pepe Lara (Billing), José Luis Barceló (Capitán Horster).
Estreno en Madrid: Teatro Infanta Beatriz, 24 de septiembre de 1971.

FERNANDO FERNÁN GÓMEZ
MARÍA LUISA PONTE
(ENSAYO GENERAL)

Esta obra, escrita en 1882, pertenece al momento de plenitud del autor noruego y coincide también con los años de su exilio voluntario, cuando era rechazado por los poderes oficiales, pero reconocido y admirado por el público, joven sobre todo. Sin duda las dificultades por las que pasaba su obra anterior, Espectros, condicionaron el nacimiento de Un enemigo del pueblo como expresión de la inflexible postura de su independiente y solitario autor. Noventa años después de su redacción, Fernando Fernán Gómez vuelve a montar Un enemigo del pueblo en el Teatro Infanta Beatriz de Madrid, según la adaptación de Arthur Miller. El hecho merece unas consideraciones.

Consideraciones en absoluto gratuitas si logramos poner de relieve el hecho de la vigencia de la obra, su presencia activa frente a los espectadores. Un enemigo del pueblo pertenece a esa categoría de las obras «dormidas» que sólo requieren la voz que les diga: levántate y anda. Para los espectadores que ahora acuden a verla, Un enemigo del pueblo es de hoy y les habla de su mundo de hoy.

Pero, a su vez, la comprensión de las razones de esta sintonía nos obliga también a fijamos detenidamente en el drama mismo y basar nuestra segunda consideración en los factores que concurren en su estructura y composición. O la obra se mantiene por sí misma –y eso intentamos justificar- o su éxito no nos asegura nada, pues puede deberse a factores extrateatrales -desde la «oportunidad» al valor del intérprete- que se disiparán otra vez como sal en el agua insípida de tanta vulgaridad.

Un enemigo del pueblo participa del carácter paradójico, distendido entre dos aspectos esenciales del vivir, que caracteriza la visión estética de Henrik Ibsen. Dramáticamente, es una integración de naturalismo y simbolismo. Su ambiente, los decorados y parlamentos, los conflictos, reflejan con cierta exactitud, y hasta cuidado, el mundo burgués del último tercio del siglo XIX. Una familia normal, la del Dr. Stockmann, relacionada con otros personajes normales -periodistas, industriales, comerciantes­ y en un trance delicado de «ética profesional» que surge con cierta lógica de la situación planteada. Pero cada uno de estos elementos se desdobla para significar otra realidad más genérica, más trascendente; y ello por obra de la intención de su autor, que proyecta los conflictos particulares como conflictos propios de la situación histórico-social de su momento.

Sólo a modo de ejemplo podemos explicitar el valor simbólico del argumento que es origen de todos los demás: el Dr. Stockmann descubre, en el balneario de aguas medicinales, una infección que se debe a la contaminación de El Valle de los Molinos. Pero cuando intenta luchar contra ella encuentra una oposición insospechada, hosca, tenaz. Y así descubre el auténtico pantano de su sociedad que se alimenta de la infección y hunde sus raíces en la mentira. Y nadie quiere salir de ella, porque en la mentira está la estabilidad y el poder.

En esta doble dimensión de la tragedia de Henrik Ibsen radica gran parte de su valor, de la posibilidad de ser hoy eficaz. Tal vez nos resulte excesivamente «clara» la forma en que se nos descubren los símbolos y claves sociales, en que se nos hace caer en la cuenta de que la historia es, más o menos, una historia ejemplar. Algún tributo hay que pagar al tiempo.

Pero la tensión realidad-símbolo corresponde a una actitud global de Ibsen ante el arte; proviene de su preocupación ética que le responsabiliza como escritor. Si la estética no era para él un valor en sí misma, tenía que buscar una proyección de su arte (don, como él lo llama) condicionado ineludiblemente por la concepción naturalista postromántica. Y así, mientras la realidad es tomada como imperfecta y necesitada de reforma, su drama se carga de reflejos simbólicos como aspiración de superar la limitación real de su estilo.

Esta preocupación ética se concreta como la lucha entre el ideal y la realidad. Los personajes de Ibsen, al tomar conciencia de este hecho, quedarán escindidos a su vez entre la posibilidad limitada de la reforma -lo cual se les impone como una necesidad o un deber- y su voluntad, que se alza potente, hasta titánica, pero ineficaz por el momento, llevando al personaje a su estado más definitivo: la soledad. Por ello Stockmann afirma: El hombre más fuerte es el que está más solo.

El ideal contra la realidad. O la razón contra el poder. Es especialmente ilustrador el diálogo que mantienen el doctor y su mujer sobre este punto. Ella pregunta angustiada: ¿Qué importa que tengas la verdad (“razón” dice la versión literal) si no tienes el poder? Porque la obra vendrá a demostrar que, en primera instancia, si la verdad atenta contra el poder está condenada de antemano. Este proceso no concluye, sin embargo, con ninguna de las dos fuerzas. Ni la sociedad será cambiada por el Dr. Stockmann, ni los insultos y presiones lograrán doblegarIo. Se mantiene un final abierto, indeciso y positivo a un tiempo, como emplazando al futuro.

Por tanto, la obra de Henrik Ibsen - y no ésta sólo - penetra de lleno en el terreno del teatro de ideas que debemos llamar con el mismo derecho teatro de intenciones, ya que la función que el autor le encomendaba era lograr la toma de conciencia de los espectadores a través del proceso psicológico y existencial de su personaje.

Lo dicho hasta ahora condiciona de raíz la estructura de la obra y la representación que de ella se haga. Respecto a lo primero observamos una cierta simetría de construcción que responde a un proceso sencillo: aceptación de las ideas del doctor, oposición de la autoridad y deserción de todos los poderes e intento de apear al doctor de su postura ... La acción se desenvuelve pausada, rodeando el tema central con una exposición cuidada de los elementos normales de la vida del doctor y su ciudad, cayendo progresivamente sobre el problema de fondo y, a partir de entonces, permitiendo largos párrafos que expresen adecuadamente las ideas contrapuestas. Este aspecto culmina en el acto cuarto (segundo de la versión española), ocupado casi en su totalidad por los discursos en la asamblea. La extensión de la obra, su carácter pausado, permite la inclusión de todos los elementos del conflicto de forma progresiva y «verosímil» e igualmente permite completar las distintas escenas de modo natural, cerrando y trabando las situaciones y los episodios.

Al margen de este aspecto estructural conviene poner de relieve otro también importante para la economía del drama. Es la ironía que se ejerce sobre el personaje ignorante y desprevenido cuando el espectador ya conoce la amenaza que sobre él pesa. Ironía que es siempre revulsiva de los sentimientos y que aparece en momentos precisos: cuando el doctor rechaza un hipotético homenaje sin saber que, en realidad, se está preparando su desprestigio; o cuando toma el sendero del alcalde -símbolo de su autoridad- inmediatamente después de haber sido abandonado de toda ayuda y poder. El mismo título, en fin, es el exponente más preciso de esta ironía que encubre todo el drama. Ironía amarga y paradójica.

La representación, si se hace dentro de los límites que impone la obra, debe partir de los supuestos de la identificación del actor con el personaje, de la identificación del público con la acción, lo que posibilita esa evolución pretendida y ejemplarizada en el personaje central. Así está concebido el trabajo de la compañía de Fernán Gómez, incluso con algún pequeño cambio sobre las acotaciones del autor, que después comentaremos.

Hasta aquí hemos señalado la cara oculta de la vigencia actual de Un enemigo del pueblo que enunciábamos al comienzo. Pero aún podemos aducir otra explicitación que haga resaltar este punto. Ninguna creación humana puede surgir sino en una tradición más amplia de la que se nutre y a la que retoca, en ocasiones profundamente. De este enraizamiento depende su vigencia y universalidad. Ibsen es testigo y voz de unas aspiraciones por un mundo nuevo, aspiraciones que siguen vivas y mundo nuevo del cual participamos aún, ya que somos los herederos directos de la organización social burguesa que se afianzó en el siglo XIX con sus partidos políticos, su influyente prensa y la concentración de poder político y económico. En realidad, importa menos si en un momento de cambio el autor es testigo de la nueva realidad que apunta (como Gorki, por poner sólo un caso) o de la antigua que muere (y sería Chejov). Lo importante es que, como Ibsen, lo sea con honestidad y con categoría artística.

Pero para dar exacta cuenta de lo que Un enemigo del pueblo puede ser hoy, aún nos falta reducirlo a sus límites. Estos límites que son al mismo tiempo su fuerza, ya que por ellos logra la ejemplaridad de la historia y la intensidad de la acción dramática que, de otro modo, y dadas las coordenadas de su estética, se perdería en la foresta de lo anecdótico y en la hojarasca de los matices. Señalemos estos tres: ambigüedad de la solución, inocencia idealista del doctor y rechazo de toda política concreta y de toda «comunidad» en el solipsismo, tal vez amargado y tal vez justo, del doctor Stockmann.

Estos auténticos recortes en el horizonte temático de la obra y en el carácter de su protagonista, vistos con excesivo relieve por el medio polémico en que se escribió, pueden inducir a una creen­cia que no es exacta. A considerar el drama de Ibsen meramente como un ataque al pueblo en cuanto mayoría, como una defensa de la aristocracia elitista o de la minoría intelectual. No creo que el espectador saque normalmente esa consecuencia de la versión representada en el Teatro Beatriz. Porque conviene tener en cuenta que frases como la mayor mentira es el sufragio universal, etcétera, están dichas en un sentido muy preciso; se refiere a un sistema. Y que la auténtica crítica se ejerce no contra el pueblo, sino contra la plebe, y la plebe es directamente el resultado de las manipulaciones de los funcionarios y políticos; es una cuestión de cantidad. Y contra esto arremete Ibsen. Pero los límites son límites. Lo dicho en el párrafo anterior es bien cierto, a pesar de que el autor supiera ver el fraude esencial que se hacía a la verdad en nombre de políticas e intereses. Su mérito es haber creado, sobre ello, una bella obra, con personajes auténticos, apasionados, en conflicto interior y exterior y cuyas actitudes son plena y decididamente humanas.

La última de nuestras consideraciones se refiere a la versión que se presenta en el teatro Beatriz y de la que es autor Arthur Miller. Sobre el texto original se advierten algunos cambios interesantes y dignos de ser señalados concisamente. El conjunto se ha concentrado, quedando en tres los cinco actos originales. Cambios de formulación se advierten a lo largo de toda la obra como al fin del acto primero y, de manera más notable, en la asamblea popular; todos ellos tienden a modernizar los términos de la disputa para que reviva la impresión que las palabras de Ibsen producirían en el espectador de su época.


ENMA COHEN (PRESENTACIÓN
TEATRAL EN MADRID)
ALBERTO FERNÁNDEZ
(ENSAYO GENERAL)
Respecto a los personajes se advierte la presencia más resaltada de Morte Kill, suegro del doctor, y un tratamiento más favorable a Catalina, la esposa, y a Petra, la hija, de notable relieve en la representación, respondiendo como tipo a una Nora ya libertada, independiente y apoyo de su padre.

Finalmente, otro cambio muy significativo aparece en el comienzo del acto segundo. Es la asamblea del pueblo, convocada por el doctor. En la obra de Ibsen todos los personajes se encuentran ya en el salón, esperando; y más bien se asombran de que el alcalde acuda. El doctor entra por un lateral del escenario. En nuestra representación, en cambio, los personajes - todos, incluso el Dr. Stockmann - entran por el pasillo del patio de butacas (y por él escapan el doctor y su familia al final) después que el alcalde se ha presentado y «autorizado» la reunión. Dos elementos aparecen, por tanto, claros: uno, el de la presencia de la autoridad para legalizar una asamblea (sentido que no existía en el contexto de Ibsen). Otro, el intento deliberado de alargar los límites del salón -y la reunión- hasta hacer los coincidir con los del teatro mismo, rompiendo la supuesta cuarta pared.

En el conjunto de la' compañía debemos destacar a Alberto Fernández en el papel de Pedro Stockmann, el alcalde, y a María Luisa Ponte como Catalina. Emma Cohen, algo fría, es una Petra con calidad. Y también José Montijano en el papel de Aslaksen. El trabajo de Fernando Fernán Gómez como director es coherente. Y magnífico como actor. Y si algo puede concordar con el sentido de Un enemigo del pueblo es precisamente el sentimiento que expresa el director como determinante de su montaje: si no el amor a la verdad, al me­nos «la radical, pertinaz, enfermiza repugnancia que la mentira me provoca». Aunque, para Henrik Ibsen, también la verdad era por sí misma una provocación.


JOSÉ PAULINO
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TEATRO INFANTA BEATRIZ
(ACTUALMENTE TEATRIZ,
RESTAURANTE)
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MADRID