RESEÑA (ENERO 1994)
(Nº 246, pp. 19 – 20)

MUELLE OESTE
DEMASIADO DISCURSO


(En la crítica se vuele a insistir, como en otras sobre la pesadez
de elemento discursivo. No obstante las ideas de Koltés resultan
interesantes y se pone en duda si no se habrá encontrado la puesta
en escena adecuada. Se espera el Roberto Zucco de Pasqual
- no el actual de 2005 - para comprobarlo)


Titulo: Muelle oeste.
Autor: Bernard-Marie Koltés.
Adaptación: Carme Portaceli y Francisco Melgares.
Dirección: Carme Portaceli.
Iluminación: Josep Solbes.
Escenografía: Manuel Portaceli.
Intérpretes: Pepa López, Paco Casares, Nancho Novo, Mulie Jarju, Ernesto Altano, Gabriela Flores, Alicia Hermida, Walter Vidarte.
Estreno en Madrid: Teatro Albéniz, 17 – XI - 93.

FOTO: ROS RIBAS

En el muelle oeste, un arrabal urbano semiabandonado e inhóspito, se refugian seres marginales que luchan por una imposible supervivencia, ajenos a cuento sucede fuera de los miserables límites que los acogen. Se trata de un espacio y de unos personajes típicamente koltesianos, quienes, como es frecuente también en la obra del dramaturgo francés, quieren huir de ese submundo y fraguan proyectos que siempre resultan fallidos.

Un personaje procedente del ámbito del dinero, de la riqueza, llega a aquel lugar, a aquella especie de fin del mundo, con la intención de suicidarse. Pero tampoco él podrá cumplir su propósito. Los habitantes del muelle oeste se lo impiden porque esperan lograr de él aquello que les falta para hacer realidad sus deseos de huida.
Se establece entonces un juego de contrastes: mientras los confinados a ese lugar hostil quieren abandonarlo, alguien venido de fuera quiere entrañarse definitivamente en ese espacio marginal, porque ha fracasado precisamente en el mundo que todos ahelan y que simboliza el triunfo o el brillo externo y falso.

Entonces surge otra de las constantes koltesianas, la obsesión por el intercambio, nunca entendido como ayuda desinteresada, sino como necesidad vital —tal vez como una falsa vía para escapar de la soledad que envuelve a estos seres— que no se detienen en reparos morales y que, en el fondo, revela con cruel sarcasmo algo que comparten estos dos mundos social y físicamente tan distantes: un sustrato común formado por la avaricia, por el interés y por el egoísmo.

El automóvil en el que el misterioso suicida ha llegado se convierte en el objeto de deseo y en auténtico motor de la acción de la pieza, en cuanto que simboliza un poder económico, un signo de prosperidad, pero, sobre todo, la posibilidad de huir, de moverse libremente, de verse fuera de los límites estrechos de un ámbito físico, social y moral que retiene y constriñe.

Solamente Abad, el extraño personaje negro — ¿o moro?— que permanece en silencio durante toda la pieza porque no sabe hablar la lengua de los demás, marginado dentro de la marginación, que fue quien realmente salvó al suicida, no codicia su automóvil, Tal vez por todo ello, cuando finalmente Charles está en condiciones de huir, Abad, como Alboury en Combate de negro y perros, dispara sobre él para impedírselo. ¿Se sugiere así la conservación de una cierta forma de pureza, de marginación liberadora frente a un mundo de luces y encantos falsos adonde todos quieren ir? En cualquier caso el dramaturgo lo ha convertido en instrumento de justicia para este singular mundo de reglas propias y del que, como se sugería desde el principio, nadie puede evadirse impunemente.

Sin duda hay en el texto elementos atractivos y se abordan cuestiones de interés, pero el espectáculo en su conjunto no funciona y resulta aburrido. No se puede dudar de la capacidad de Carme Portaceli, que en otras ocasiones ha demostrado sus posibilidades ante textos herméticos y difíciles, pero en esta ocasión no ha acertado, al menos en determinados aspectos, y hay algunas razones para ello.

En primer lugar la escritura de Koltés es demasiado discursiva y no es fácil ponerla en pie sobre un escenario. La estructura, excesivamente reiterativa, ha propiciado una sensación de tedio que se debe a un cierto mecanicismo en las entradas y salidas de los personajes —no siempre justificadas, que, en ocasiones llega a rozar lo ridículo.

En segundo lugar, la versión no parece del todo acertada. El lenguaje de Koltés, caracterizado por un peculiar sentido de lo poético, tal como hemos podido leerlo en las obras traducidas o escucharlo en las piezas que se han puesto en escena, pierde aquí contornos y se desvanece hasta convertirse en algo anodino.

Pero, sobre todo, fallan unos actores, que, con escasas excepciones, están muy por debajo de las necesidades de un texto de esta envergadura y de esta dificultad, La obra de Koltés, a la que seguramente pueden hacerse muchas objeciones, poco tiene que ver con el aire melodramático de este espectáculo.

Hay también algunos aciertos importantes: la sugerente escenografía o la creación de espacios mediante la luz, que alivia el mecanicismo de unas transiciones difíciles, pero raramente bien resueltas. Sin embargo, el conjunto defrauda. Tal vez haya que esperar al Roberto Zucco de Pasqual para hacernos idea de la verdadera dimensión de Koltés.

 

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Eduardo Pérez – Rasilla
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