
RESEÑA
(NOVIEMBRE 1992)
(Nº 465, pp. 30) |
LA GRAN SULTANA
RECUPERACIÓN DE CERVANTES
(Adolfo Marsilach inició la recuperación del
Teatro Clásico Español.
Prácticamente había que partir de cero, una vez que el clásico terminó
por ser sinónimo de aburrimiento y trasnochado. Actores
y público tenían
que ponerse al día. La Gran Sultana fue uno de
esos intentos. Al mismo
tiempo se subía al escenario a un autor discreto
teatralmente como
fue Cervantes.) |
Título: La gran sultana.
Autor: Miguel de Cervantes.
Adaptación: Luis Alberto de Cuenca.
Dirección escénica: Adolfo Marsillach.
Escenografía, vestuario e iluminación: Carlos Cytrynowski.
Coreografía: Elvira Sanz.
Música: Pedro Estevan.
Intérpretes: Mario Marín, Carlos Mendy, Miguel de Grandy, Paco
Racionero Silvia Marsó, Manuel Navarro, Héctor Colomé, Arturo
Querejeta, Carlos Marcel, Félix Casales, José Lifante, Francisco
Rojas, Enrique Navarro, Juan Manuel Sánchez, Cayetana Guillén
Cuervo, César Diéguez, Armando Navarro, etcétera.
Producción: Compañía Nacional de Teatro Clásico.
Estreno en Madrid: Teatro de la Comedia, 22 – IX - 92.
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FOTO: ROS RIBAS |
No fue Cervantes un escritor de teatro afortunado. Buena parte
de las obras que representó tras su cautiverio, «sin que se le
ofreciera ofrenda de pepinos ni otra cosa arrojadiza», ha
desaparecido y las que escribió más adelante, en los años
últimos de su vida, no subieron a los escenarios porque a nadie
interesaron. Ahora lo hace por primera vez más de tres siglos
después de que fuera creada —la escribió hacia 1610— esta obra
titulada La gran sultana, que bien poco tiene que ver en su
hechura e intención con aquellas otras como El trato de Argel,
El gallardo español y Los baños de Argel en que también abordara
el tema del cautiverio.
La procesión de renegados, eunucos, espías, judíos, moros,
turcos, travestidos, cautivos centroeuropeos y españoles, cadís
y bajás que va y viene por la exótica y pintoresca ciudad de
Constantinopla, sirve de fondo a la historia de amor que viven
la española cautiva doña Catalina de Oviedo y el sultán
Amurat
III. Quiso Cervantes en esta pieza llena de imaginación y bien
versificada —desmintiendo así a los detractores que negaban la
calidad de su poesía— dejar de lado el camino de la tragedia. Parecía adecuado para abordar las delicadas
situaciones de orden religioso y social que en el siglo XVII
podían derivarse de las relaciones entre una cristiana y un
infiel. Prefirió transitar, sin embargo, el de la comedia
divertida, donde no hay espacio para lo heroico. En su
desenfadado paseo —la ópera bufa recorrería tiempo después el
mismo camino— entona, entre bromas y veras, un canto a la
sensualidad y deja huellas bien visibles de su espíritu
tolerante.
Conociendo sus gustos, se nos antoja que Marsillach ha tardado
mucho en incorporar esta obra al repertorio de la Compañía
Nacional de Teatro Clásico. Al fin lo ha hecho y hay que
felicitarse por ello. La gran sultana viene como anillo al dedo
a una programación orientada a familiarizar al espectador de hoy
con el teatro clásico. Será, sin duda, un éxito de público.
Marsillach plantea su trabajo a partir de la fidelidad al
carácter festivo de la obra de Cervantes. Su talante, ese que ha
mostrado con disgusto de amplios sectores de la crítica en
anteriores acercamientos al teatro del Siglo de Oro, se prestaba
a ello. El resultado es un espectáculo divertido, una especie de
juego menos inocente de lo que a primera vista parece. A
lograrlo contribuye, de un lado, la versión de Luis Alberto de
Cuenca, que reconoce haber trabajado en beneficio de la visión
escénica planteada por el director. De otro, la escenografía y
el vestuario diseñados por Cytrynowski, exagerados y brillantes
a un tiempo. Con sus paneles llenos de trampillas por los que
asoman, entran y salen los personajes y con esas recreaciones
arrevistadas del serrallo y salones del palacio del sultán,
construye una Constantinopla tan falsa como la que describe
Cervantes a partir de la información obtenida de los relatos
novelescos de la época y de los escritos de los embajadores
venecianos que la visitaron.
Teniendo en cuenta lo extenso del reparto, la interpretación es,
en general, aceptable. Hay como una voluntad, consecuente con la
orientación del espectáculo, de sacar a la luz toda la comicidad
que encierra el texto. Tal afán perjudica, a veces, su
comprensión. Así es, aunque no debiera. A la postre, el
espectador relega a los personajes serios a un segundo plano. Su
atención se concentra en lo que hacen y dicen los ingenuos
miembros de la corte del sultán y los pícaros y graciosos que
pululan a su alrededor. Y entre ellos se lleva la palma el
llamado Madrigal, interpretado por Héctor Colomé, que se
convierte, sin serlo en la obra, en el gran protagonista.

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