
RESEÑA, nº 218, pp.45-46
(Junio 1991) |
COMEDIAS BÁRBARAS

UN MONUMENTO DE TEATRO TOTAL
Reproducimos la crítica de Jerónimo López Mozo
sobre la trilogía Comedias Bárbaras: Cara de plata
(1922), Águila de Blasón (1906) y Romance de
Lobos (197), aparecida en Reseña en 1991 con
motivo del montaje de José Carlos Plaza en el CDN
(Centro Dramático Nacional). |

Foto: J.L.Muñoz
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Título: Comedias Bárbaras (Cara de Plata/Águila de
Blasón/Romance de lobos).
Autor: Valle Inclán.
Vestuario: Pedro Moreno.
Música: Mariano Díaz.
Espacio escénico: José Carlos Plaza.
Producción: Centro Dramático Nacional.
Intérpretes: José Luis Pellicena, Toni Cantó, Cherna Muñoz,
Víctor Villate, Joaquín Notario, Roberto Enríquez, Carlos
Hipólito.
Amparo Pascual, Carlos Lucena, José Pedro
Carrión, Mónica Cano, Mari Carmen Prendes,
Raúl Pazos, Pilar Bayona, Berta Riaza,
Francisco Merino, etcétera.
Dirección: José Carlos Plaza.
Estreno: Teatro María Guerrero (CDN), 8-v-91.
Representar las Comedias bárbaras reunidas en un sólo
espectáculo es un reto que tiene poco de gratuito. A pesar de
que su escritura fue dilatada en el tiempo —dieciséis años
separan la redacción de Águila de Blasón y de Cara de Plata— y
de que esa circunstancia determinó ciertas diferencias tanto en
el lenguaje —más elaborado en la escrita en último lugar— como
en su estructura dramática, la existencia de un único eje
temático — la visión terrible de una España crepuscular
representada por ese despiadado señor feudal que es don Juan
Manuel Montenegro — invitaban a enfrentarse al desafío. Algunos
estudiosos —el primero, que yo sepa, fue Alfredo Matilla —
avalaban la materialización de esta idea al afirmar que Comedias
bárbaras es, más que una trilogía, una única pieza dramática. Al
parecer, otros antes que José Carlos Plaza estuvieron de acuerdo
e intentaron ponerla en pie. Desistieron seguramente por las
dificultades de todo orden que habían de superar. A la vista de
la propuesta del CDN las dudas previas sobre el resultado y
conveniencia de la empresa quedan despejadas. Hasta tal punto
que de las posibilidades que se ofrecen para ver el espectáculo,
fraccionado a lo largo de varios días o en una sola sesión de
casi seis horas, la última es la más recomendable.
Son mostradas las piezas en el orden que aconseja la acción
dramática y no en el que fueron escritas. Es una decisión
lógica. Y es así como se ve que Cara de Plata, tal vez tenida
por una larga nota a pie de página para dar noticia de quién es
quién en la singular familia Montenegro, resulta ser pilar
esencial de la bárbara comedia. En ella se halla la semilla cuyo
fruto será la destrucción del héroe y de los suyos. Lo que ha de
venir queda justificado por lo que en ella sucede. En Cara de
Plata están, justo en su arranque, las palabras con que la tropa
de chalanes maldice a la casta de los Montenegro y que son el
irónico contrapunto de las que en boca de la hueste de mendigos
que sigue a don Juan Manuel ponen broche a Romance de lobos.
«Era nuestro padre! Era nuestro padre!», dicen los miserables,
Unos y otros son los grandes y contradictorios paréntesis que
contienen la tragedia entera.
José Carlos Plaza la ha dirigido con rigor. A la vista del
resultado, el esfuerzo hecho ha merecido la pena. Hay, como en
todo empeño de gran envergadura, aspectos discutibles. No son
muchos: los aires de zarzuela que envuelven varias de las
primeras escenas, el tratamiento de algún que otro personaje,
más de un grito y gesto excesivos y la ruptura que se produce en
la solución surrealista de la escena del sueño de doña María.
Afortunadamente casi todos se acumulan en el inicio del
espectáculo de modo que el trabajo de Plaza se va haciendo, a
medida que la representación discurre, cada vez más limpio. Y
ambicioso. Firmemente apoyado en la magia de la rica y
sorprendente prosa valleinclanesca, busca y consigue pronto, que
el espectador se le entregue absolutamente. Perdida la noción
del tiempo, le lleva de un escenario a otro, algunos
sorprendentes por su belleza y otros por la patética atmósfera
en que están sumergidos, sin que advierta las dificultades
técnicas que hay que superar para realizar tantas mudanzas de
decorados — ¿Cincuenta? ¿Ochenta, tal vez?— a un ritmo
vertiginoso, casi cinematográfico, y al cabo le empuja, cuando
el Romance de lobos estalla, al centro mismo de un espectáculo
que discurre por los aledaños de la ópera —aquí la música de
Mariano Díaz comparte el protagonismo con las palabras— o, si se
prefiere, del teatro total. Es fácil, en estas circunstancias,
ante un monumento dramático comparable al que Shakespeare
levantara con El rey Lear, dejarse vencer por la emoción.
El trabajo de Plaza con lo actores ha sido, sin duda, intenso.
Ha llegado tan lejos como era posible con una compañía integrada
por más de cuarenta miembros. El carácter coral de muchas
escenas y la brevedad de algunos papeles disimulan en parte las
deficiencias. En algún caso quedan, sin embargo, al descubierto.
Las de Toni Cantó, por ejemplo, para llevar a buen puerto al
personaje de Cara de Plata. Hay, en cambio, actuaciones
sobresalientes. Entre ellas la de José Pedro Carrión,
extraordinario Fuso Negro, o las de Carlos Hipólito y Chema
Muñoz en los papeles de don Pedrito y don Farruquiño,
respectivamente. No puede quedar fuera de esta breve e
incompleta relación la excelente labor de Berta Riaza como doña
María, de Mónica Cano en La Pichona, de Mari Carmen Prendes en
Micaela la Roja y de Pilar Bayona en la mujer de Pedro Rey. La
actuación de José Luis Pellicena merece unas líneas. A lo largo
de Cara de Plata parece contenerse, como si dosificara sus
fuerzas, Puede ser una impresión equivocada. Puede que la
limitación esté en el retrato que Valle dibujara del personaje.
Luego, en Águila de blasón y más aún en Romance de lobos,
Pellicena aprovecha las enormes posibilidades que brinda uno de
los grandes personajes del teatro español para dar con su gesto
y más todavía con su prodigiosa voz un verdadero recital de
interpretación.

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Jerónimo López Mozo
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