LARGO VIAJE HACIA LA NOCHE
LA FUERZA DE LAS PALABRAS
Título: Largo viaje hacia la noche.
Autor: Eugene O’Neill.
Traducción: Ana Antón Pacheco.
Adaptación: Àlex Rigola.
Escenografía: Max Glaenzel y Estel Cristiá.
Vestuario: Berta Riera.
Iluminación: MaríaDomènech. (AAI)
Banda Sonora: Eugeni Roig.
Diseño de sonido: Borja de Andrés.
Realización de Escenografía: Proescen
Realización vestuario y utilería: Nuria Martínez/José
Ramón Salguero/ Teatro de la Abadia.
Peluquería y maquillaje: Nines Rivera Mauri
Diseño Gráfico: Estudio Manuel Estrada.
Fotografía: Ros Ribas
Ayudante de dirección: Fefa Noia/Rafael Díez-Labín
Intérpretes: Chete Lera (James Tyrone), Mercé Aranega
(Mary Tyrone), Israel Elejalde (Jaime Tyrone) y Oriol
Vila (Edmund Tyrone).
Duración: 2 horas
Dirección: Àlex Rigola
Estreno en Madrid: Teatro de la Abadía,
9 – III - 2006. |
FOTOS. ROS RIBAS |
Largo viaje hacia lo noche es una obra biográfica. En
ella, Eugene O’Neill, su autor, hace un retrato
estremecedor de su familia. Muestra a su padre, famoso actor que
pasó buena parte de su vida haciendo giras por Estados Unidos,
hombre tacaño y dado a la bebida; a su madre, adicta a la
morfina desde que la consumiera por primera vez para aliviar los
dolores durante el parto del autor; su hermano mayor, actor sin
vocación, persona cínica, alcohólico como su progenitor; y, en
fin, el propio O’Neill, que creció lejos del padre,
siempre ausente, recorrió medio mundo trabajando en diversos
oficios y, cuando regresó a la casa familiar, contrajo la
tuberculosis. La acción transcurre en la vivienda en la que
pasaban los meses de verano, justo el día en que le fue
diagnosticada la enfermedad. Desde las ocho y media de la
mañana, cuando el sol entra por las ventanas, hasta la media
noche, con la casa en penumbra envuelta en una densa niebla, los
personajes van desgranando, en un ambiente de tensión contenida,
pero creciente, aquellos aspectos que hacen, de su convivencia,
un infierno que conduce, irremisiblemente, a la autodestrucción
colectiva.
CHETE LERA/ ORIOL VILA
FOTO: ROS RIBAS |
O’Neill concluyó la obra en 1940. En el borrador dejó anotado
que, en su opinión, la representación duraría poco menos de dos
horas y cuarto. Erró en el cálculo. Cuando veintiséis años
después fue estrenada en Estocolmo, la función duró cuatro horas
y media. En 1988, dirigida por Miguel Narros y William Layton,
se presentó en España una versión casi integra, pues alcanzó las
cuatro horas. Ésta que ahora ofrece Álex Rigola apenas llega a
dos. La reducción es, pues, notable. Supone la eliminación de
buena parte del texto y la desaparición del personaje de
Cathleen, la joven, ignorante y simpática criada que, en el
tercer acto, mantiene un importante diálogo con la madre. En
principio, este crítico es contrario a esta práctica tan común,
pero está de acuerdo en que, a veces, resulta conveniente. Lo es
en este caso, no tanto porque el público acabe dando muestras de
cansancio, como sucedió en el montaje de Narros y Layton, sino
porque el texto escrito por O’Neill, teniendo una estructura
dramática perfecta, es reiterativo. Sobran diálogos, como sobran
muchos de los detalles que figuran en las largas acotaciones,
que sólo son útiles para el lector, pero nunca para el
espectador. ¿De que sirve que el autor escriba que la pequeña
librería del salón contiene libros de Balzac, Zola, Stendhal,
Ibsen, Wilde y un largo etcétera, si no pueden ser vistos desde
la platea? Nada, pues, que reprochar a Rigola, salvo que la poda
llevada a cabo haya sido, tal vez, rigurosa.
FOTO. ROS RIBAS |
La escenografía creada por Max Glaenzel y Estel Cristiá
reproduce, en líneas generales, la sala de estar descrita por el
autor. No parece, sin embargo, formar parte de una vivienda. Las
puertas que conducen a las demás estancias, se abren al vacío
exterior, a un espacio indefinido que se traga a los personajes
cuando se asoman a él o desde el que son arrojados al interior
empujados por una fuerza invisible. Se convierte, así, en un
espacio aislado, una especie de bungalow en el que los
personajes no pueden sustraerse a la dolorosa revisión de su
pasado. En aquel infierno se consumen todos sus intentos por
trocar el odio en afecto y convertir el largo viaje hacia la
noche en un viaje hacia la luz. Lo que sugiere esta escenografía
no se diferencia mucho de lo que inspiraba la plataforma negra
flotando en la oscuridad concebida para la puesta en escena que,
de esta obra, hizo Ingmar Bergman en 1988. Hay algo más. El
decorado está instalado sobre un escenario giratorio, de manera
que, en determinados momentos, los tres ventanales que dan al
jardín, situados en la pared del fondo, aparecen en primer
plano, frente al público, que ve a los personajes al otro lado
de los cristales, como atrapados en una jaula de la que son
incapaces de salir.
MERCÈ ARENAGA/ORIOL VILA
FOTO: ROS RIBAS |
Ese es el marco en el que se mueven los actores. Los
cuatro están a la altura de los personajes que
interpretan, pero, frente a lo que se espera de ellos,
no se comportan como se supone que lo harían los
protagonistas de un drama de las dimensiones que el que
se plantea en Largo viaje hacia la noche. Sus
diálogos se desarrollan con una serena contención que
contradice su contenido. Ni siquiera el padre saca a
relucir el histrionismo propio de un profesional de la
escena que ha desarrollado su actividad en pleno reinado
del melodrama, ese género al que O’Neill combatió
con todas sus fuerzas. El resultado es un espectáculo
gélido, cuya fuerza reside en lo que cuentan los
personajes, no en como lo hacen. Parece como si Rigola
hubiera querido evitar cualquier atisbo de
sentimentalismo en sus conductas, como si sólo confiara
en la fuerza de las palabras. Éstas van surgiendo en un
goteo continuo, densas como la esencia que destilan los
alambiques. Es un gozo escuchar este texto impregnado de
un notable aliento poético con el que O’Neill
culminó el proceso de renovación del lenguaje habitual
en los escenarios norteamericanos. Lástima que las voces
lleguen contaminadas por el empleo de micrófonos
inalámbricos.
|
|