.:: Hechos y Figuras ::.


RESEÑA, 1998
NUM. 300, pp. 25

El abuelo

La trilogía de Garci


Producción: Nikel Odeón para TVE (España, 1998).
Guión: José Luis Garci y Horacia Valcárcel sobre la obra homónimo de Benito Pérez Galdós.
Dirección: José Luis Garei.
Fotografía: Raúl P. Cubero.
Música: Manuel Balboa.
Montaje: Miguel González Sinde.
Intérpretes: Fernando Fernán-Gómez (Don Rodriga), Rafael Alonso (Pío Coronado), Agustín Gal1zález (Senén), Cayetana Guillén Cuervo (Doña Luereeia), Cristina Cruz (Nelly), Alicia Rozas (Dolly), Fernando Guillén (Alcalde), María Massip (Gregaria), Francisco Algora (Don Carmelo), Emma Cohen (Alcaldesa), José Caride (Venancio), Juan Calot (Don Salvador). Distribución: Columbia.
Duración: 150 minutos.
Estreno en Madrid: Tívoli, Real Cinema, Paz, Ideal, 30-X-98.

Uno ha tenido la circunstancia de conocer y tratar a José Luis Garci precisamente cuando todavía era un joven lleno de plurales y ambiciosos ideales cinematográficos. Recuerdo que, en una larga entrevista que le hice, todavía en los setenta, y al preguntarle cuál era su sueño como hombre de cine, respondió que, por una parte, llegar a convertirse en el típico y tópico «productor a la americana» (el verdadero señor de la obra), y de otra, poder llegar a realizar el cine que libremente le apeteciera. Llegó Asignatura pendiente en 1977, y temimos por una posible caída en la coyunturalidad, pero más tarde, con los dos Crack en 1981 y 1983, sus dos mejores obras como cineasta de creación, nos reanimamos ante la eventualidad de un realizador independiente y agresivo en su justa humanidad, mientras la oscarizada Volver a empezar, de 1982, nos hacía comprender que la obsesión de nues­tro autor provenía de las zonas ocultas de los oscuros perdedores, siempre marginales en vida y en afectos.
 
Y cuando estábamos ante esa incertidumbre provocada por un turbio tiempo de inmersión en la nada, resurge el Garci de siempre pero con la madurez necesaria para acometer un empeño tan llamativo como atípico y, por supuesto, respetable: trasladar a la pantalla tres obras relevantes del teatro y de la narrativa españolas más vinculada a los «valores respetables» y al género melodramático, en una clara inclinación por realizar un tipo de cine típicamente yanqui en guión, dirección de actores y movimiento de cámara. Se trata de Canción de cuna, en 1994 y sobre el texto de Gregorio Martínez Sierra; de La herida luminosa, en 1996 y adaptando el libro de Josep María Sagarra; y, ahora mismo, de El abuelo, en este ya finisecular 1998 y a partir de las páginas de la obra homónima del gran Benito Pérez Galdós, escrita nada menos que en un momento clave para la historia española moderna: 1897, un año antes de la pérdida de las últimas colonias significativas.

El proyecto de resolver una pecu­liar visión de “lo español” mediante el melodrama cinematográfico norteamericano, transido de una cierta nostalgia humanística un tanto elemental y casi facilitona, pero humanística al fin. Se decía en Canción de cuna que saber mirar era saber amar, y es cierto. Garci aprendió a mirar las cosas de tal forma que las amó. Y las amó con su amor popular, entrañable y misericordioso, que puede llevar hasta las lágrimas. A quien de antemano deteste tal planteamiento, por considerarlo poco consistente, el cine de Garci no gustará jamás. Por el contrario, quien guste de esas cromáticas composiciones interiores y exteriores, como trasunto del claroscuro de la vida, gozará con este cine alternativo, en ocasiones almibarado pero donde, casi siempre, merece destacarse el res­peto por la belleza más estricta, considerada como “equilibrio de las formas”.

Desde todo lo anterior y solamente desde ello, se entiende y se comprende El abuelo, que tantos dolores de cabeza ha proporcionado al director mientras la rodaba, en par­te por su misma naturaleza y en parte porque Garci tenía un temor tremendo al resultado y reacción del público. y es que este abuelo, encarnado por el mejor Fernando Fernán­Gómez que hayamos visto, hasta en su potencia visual y auditiva, procura todas estas meditaciones mientras discurre la historia del film: una visión española pendiente del clasismo tradicional, siempre sucediéndose estructuras de diferentes dominios; una aproximación al espíritu que sostiene esa visión, como es la ambivalencia entre el honor malentendido y la duda siempre metódica; y, en fin, el hundimiento del espíritu aristocrático, desperdigado entre ambiciones caciquiles y otras pasadas de página de la historia. Todo ello sucede mientras el abuelo, Don Rodrigo de Arista-Potestad y Conde de Albrit, se interro­ga por cuál de sus dos nietas, tras su estancia en las colonias, es la auténtica y cuál la bastarda, interrogante que la vida le soluciona desde la duda y nunca desde el amor.

Con este trabajo, Garci lleva hasta el fin sus inquietudes como hombre de cine, discutible, mucho más moderno que postmoderno aunque un tanto deudor de un indescriptible “espíritu kitsch”, apareciendo como un autor español receptor de la herencia hollywodiana, pero sumamente vinculado a la tradición española más cínicamente calderoniana. Es decir, proponiendo su versión del perdedor yanqui, que es, en nuestro caso, esa soberana muerte del valor mejor a costa del infravalor mediocre y enquistado en la sociedad por la costumbre novedosa. Es la contradicción entre Senén/Agustín González y Pío/Rafael Alonso, dos referenciales para Don Rodrigo, quien sabe perfectamente con quien quedarse hasta el fin.

¿Merece, este año, que El abuelo le represente en la carrera de las estatuillas doradas? Es muy discutible. Pero lo que no puede perdonarse es que tal decisión se tomara antes de conocer la reacción del pú­blico de a pie en los cines públicos. La Academia no ha sido en absoluto democrática. Pero, en fin, Garci sigue su camino sin distracciones. Su belleza, alternativa, seguirá produciendo odiosidades o bien amores entregados en nuestra geografía. En todo caso, y en la distancia de los años, aplaudimos el empeño de la trilogía de Garci.


NORBERTO ALCOVER
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