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TODO ES DISTINTO DE CÓMO TÚ PIENSAS
DE
CARLOS FERNÁNDEZ
en
EL CANTO DE LA CABRA
UTOPÍA, DESEO Y DESENCANTO
Del 5 al 16 de julio de 2006 |
Título: Todo es distinto de cómo tú piensas.
Autor y dirección: Carlos Fernández.
Espacio escénico e iluminación: Carlos Marqueríe.
Espacio sonoro: Nilo Gallego.
Intérpretes: Emilio Tomé, Quique Castro
y Miguel Ángel Altet.
Estreno en Madrid: Sala El Canto de la cabra,
6 – VII - 2006.
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El monólogo sustituye al diálogo. El Joven 1 y el
Joven 2, sobre
los que, una vez más, se percibe la influencia remota, pero
indeleble, del omnipresente Beckett, reflexionan o cuentan las
cosas que se les ocurren o que les obsesionan, pero sin que les
importe la respuesta de un interlocutor que ha dejado de serlo,
para convertirse, acaso, en un incierto receptor. Relatos,
propuestas, cavilaciones, juegos, sueños o recuerdos. La palabra
monologada se convierte en defensa o en forma de reacción contra
un mundo que les parece hostil e inadecuado a sus convicciones
morales, que los aplasta o los anula. O en una disparatada
tentativa de exorcizar precisamente lo que ese mundo representa.
O tal vez se convierte en expresión de utopía, en posibilidad,
casi siempre remota, inverosímil o desquiciada de lo que podría
ser o de lo que les gustaría que fuera. La permeabilidad de un
personaje respecto a otro es escasa. Cada uno vomita su discurso
o su narración sin esperar la réplica del otro, e incluso se
sirve del micrófono para ello. El diálogo funciona
exclusivamente como débil nexo entre las intervenciones, pero
rara vez llega a ser verdaderamente dramático.
A estos jóvenes se les une pronto un tercero, el gordo, una
contrafigura del Falstaff shakesperiano, que parece adquirir una
relativa autoridad moral sobre los demás. El gordo/Falstaff
representa el deseo y el placer como respuesta a ese entorno
desapacible. Naturalmente, Falstaff está asociado al vino que
ingiere o a las botellas de las que se rodea y con las que se
relaciona, pero también al sexo, que evoca o sobre el que cuenta
experiencias con regodeo, con desmesura y con pasión, o cuyo
placer prolonga quizás mediante el descanso en la butaca en la
que se sienta o el suelo en el que se tumba. Pero no se trata de
una mera recreación del personaje shakesperiano, sino de una
relectura personal, y contemporánea, de lo que podría significar
en este contexto o lo que podría aportar a las trayectorias y
vicisitudes de estos dos jóvenes. Por eso no se busca una
semejanza formal, ni mucho menos una identificación con aquel,
sino por el contrario, se presenta a un amigo, un poco mayor que
los jóvenes con los que se relaciona y con los que mantiene un
juego de aproximación y distanciamiento.
A diferencia de lo que ocurre con otras propuestas con las que
el teatro de Carlos Fernández guarda alguna semejanza, en esta
se mantiene, aunque sea débilmente, la ficcionalidad, la
presencia de unos personajes imaginarios diferentes de los
actores que los encarnan, cuyos nombres desaparecen en
detrimento de sus personajes, por desdibujados o equívocos que
resulten. La creación individual se sobrepone al trabajo
colectivo.
El lenguaje es desbordante e intenso, explora prosodias y
ritmos, busca raras bellezas formales y curiosas armonías, pero
no rehúye lo sórdido, lo procaz y lo violento. El autor ha
alcanzado en este aspecto una madurez muy superior a la de su
anterior trabajo. La palabra se muestra ahora imaginativa,
sorprendente, y, también, agresiva, plástica y ácida, aunque, en
ocasiones parezca verborreica y autocomplaciente. Está plagada
de momentos ingeniosos o humorísticos, de instantes de
dramaticidad, aunque tampoco son infrecuentes las caídas de
tensión teatral, las reiteraciones o las recreaciones en la
eficacia de algunas expresiones o algunos logros, el recurso a
la solución fácil o de efecto inmediato. Falta, a mi entender,
una cierta labor de poda, que tal vez le hubiera sido necesaria,
por ejemplo, al segmento con el que termina un espectáculo que
parecía cerrado ya un tiempo antes, o a otros monólogos del
espectáculo que aportan poco a lo que se había dicho.
Resultan especialmente interesantes en el espectáculo el espacio
escénico - del que es responsable Carlos Marqueríe -, perfilado
por las botellas que cubren un amplio segmento del escenario, y
el espacio sonoro, convertido en una cuarta y sugestiva voz.
Nilo Gallego firma este espacio sonoro y se encarga de pinchar
la música desde el escenario mismo, lo que acentúa esa forma
singular - y eficaz - de presencia. En la interpretación hay que
destacar una vez más el trabajo de Miguel Ángel Altet, quien
desde hace muchos años viene ejercitándose en este tipo de
teatro y se mueve con soltura y maestría en su personaje de el
gordo/Faltaff.
Un año más, El canto de la cabra desarrolla su programación
veraniega al aire libre. En esta ocasión arranca con una
propuesta arriesgada y difícil, pero interesante y meritoria.
Hay que desearle la mejor de las recepciones por parte del
público.
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