RESEÑA (MAYO 1978)
(Nº 115, pp 21)

EL ZOO DE CRISTAL
TENNESSEE WILLIAMS

UN CIERTO OLOR A MUSEO

(El crítico muestra preocupación por el endeble panorama teatral español,
que, a pesar de la democracia, parece no haber dado los frutos
que se esperaba con la apertura ideológica.
Constata que el teatro está como muerto).

Título: El zoo de cristal.
Autor: Tennessee Williams.
Adaptación: C. Vázquez Vigo.
Intérpretes: Paco Algora, Verónica Forqué, Pep Munne, Carmen Vázquez Vigo.
Dirección: José Luis Alonso.
Estreno en Madrid: Teatro Marquina, marzo 1978.

Decir que toda obra cultural nace estrechamente vinculada a los problemas, conflictos, pasiones y goces del marco social que se gesta, es una solemne perogrullada que nadie discutiría. Pero la virtud de la discreción y el entendimiento no parece planta fértil en los planes y programas de los que hacen la política en este país. Por Pascua, los estrenos continúan atemorizándonos y sumiéndonos en profunda desconsolación. El padre de Strindberg, y El zoo de cristal, de Tennessee Williams, estrenados en estas fechas, tienen una red de semejanzas en todos los órdenes dramáticos que pueden dar la clave de los gustos y conveniencias que la empresa teatral piensa irnos colocando sucesivamente. Las causas y razones que justifican tal política pueden sospecharse cuando el beneficio y la falta de riesgo suponen el rasgo más acusado de expendedores de mercancías llamadas culturales.

No es la elección de clásicos modernos – evidentemente - lo que nos preocupa, sino la lectura paticorta y el montaje rancio de unos textos des-contextualizados. Sometidos a una interpretación que por no ser nada, habremos de llamar tradicional y naturalista, todo lo que se desprende de estos regalos de Pascua es la afirmación tantas veces repetida en estas páginas de que la máquina de producir espectáculo continúa impertérrita, intocable, sometida a las decisiones del más ramplón mercantilismo y extraña, a lo que mínimamente podemos considerar como intereses populares. Nada de innovaciones, nada de textos, nada de autores desconocidos, nada de interpretación de los problemas que nos angustian, nada de rescatar del tiempo aquellas obras de gozos y conflictos más o menos permanentes, pero traducida a los ojos e intereses de aquí y ahora. Haya democracia o dictadura continúan decidiendo los mismos aparatos y los mismos titulares.

El problema más grave que percibimos en estos espectáculos, y concretamente en El zoo de cristal, es el olor a viejo que rezuma toda la obra. Escrita durante la crítica etapa de los años treinta americanos, ha pasado a nosotros envuelta en el halo intemporal de los objetos de museo, en la aburrida constatación de una mercancía pasada de tiempo y de moda, de la que sólo podemos percibir —haciendo abstracción de casi todo— la habilidad artesana de quien y para quien la construyó. El único esfuerzo de modernización parece consistir en los decorados abiertos, en la iluminación esporádica del retrato del padre ausente y en la estúpida mimación de las acciones corrientes y comunes a toda obra naturalista. Este último aspecto, lejos de olvidar el tiempo que pasó por ella, lo hace más patente; suena a impostura, a aderezo contemporáneo en una obra que por sus mismas formas extraña el lacito, la peluca o el remozo apresurado. Dos métodos proponía Brecht para tratar las obras antiguas: o bien transformarla de tal manera que los conflictos actuales estuvieran marcados en el texto, o bien hacer patentes los problemas específicos que marcaron a aquella gente y determinaron sus obras. Ni uno ni otro sentido aparecen aquí, sólo un tufo de mercancía pasada y barata.

El zoo... es la obra que habría de lanzar a T. Williams a las productoras de Hollywood, aunque de hecho fuera rechazada por el cine y montada con éxito en los escenarios. Considerada como la más acabada del autor, tiene toda la verosimilitud que le presta su naturaleza autobiográfica, en los tiempos míseros posteriores a la gran depresión de 1929. Esta ojeada al hogar de los Williams está amasada de privaciones, impotencias y frustraciones propias del neorrealismo italiano, y que en algún sentido nos recuerdan tiempos pretéritos de nuestra posguerra. El narrador cuenta su pasado de dependiente en una zapatería, donde apenas si puede hurtar tiempo para componer versos. Su hermana, frágil, introvertida y acomplejada, colecciona figuritas de cristal y breves recuerdos desorbitados en su timidez. La clave de bóveda en este hogar — que convierte la monotonía en angustia— es la madre, abandonada por su marido hace largos años, y que reparte sus gruñidos y dicterios entre un pasado definitivamente ido y el interés maniático por ver protegida a su hija coja en feliz matrimonio. Todo el texto reproduce el cansino discurrir de estas evidencias, el lento pasar de horas y días sin cambios, sin ninguna aventura, a las que tan aficionado es el narrador. Un compañero de colegio, al que recuerda con amor la frustrada fantasía de la hermana, viene a machacar el último reducto de la imaginación, la rotura del unicornio de cristal, el más preciado animal de su galería de objetos frágiles, transparentes y muertos. El narrador marcha, pero el ciclo continúa en la memoria del que habla, en la degollada pasión de los que ya ni esperan ni padecen.

El teatro se está convirtiendo en una crónica de lloros y bostezos. Invitar a alguien al teatro puede ser entendido perfectamente como una encerrona. No es nuestra ilusión dar cuenta de los desaciertos, pero bien mirado, el panorama teatral no puede ser más sombrío y estéril. Obras muertas, antes de ser paridas, se ponen y reponen incesantemente. Quisiéramos desvelar las razones que motivan esta programación, pero uno no encuentra sentido ni interés para analizar en qué parte del entramado carcomido y herrumbroso pueda hallarse la parte enferma. La anquilosada Real Escuela de Arte Dramático, el alto porcentaje de parados entre los actores, la antidiluviana ley de locales, el veredicto absoluto del juez-empresario, la inhibición de autores nuevos, sobre los que no se prefiere apostar, la miope política cultural de un Ministerio sin «política», y cabe pensar sin cultura, y el largo etcétera de letanías inaudibles, pero sonoramente presentes, aconseja a todos los que les guste el teatro que no malgasten su sana y noble fruición en torpes y caros simulacros escénicos. ¿Esperar tiempos mejores? Apetece tanto repetir lo que ya antes con menos razones se dijo: Tú y yo sabemos que no habrá tiempos mejores.

 

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ENRIQUE BUENDÍA
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