LA DISCRETA ENAMORADA
INDISCRETA POLÍTICA Y SEXUAL
Título:
“La discreta enamorada”.
Autor: Lope de Vega.
Versión: Gustavo Tambascio.
Producción: Libélula.
Intérpretes: Marta Juániz (Fenisa), Trinidad
Iglesias (Belisa), Guillermo Amaya (Lucindo), Emilio
Gavira (Capitán), Paco Déniz (Hernando), Natalia
Hernández (Gerarda), Ancor Luján (Finardo) y David
Teureiro (Doristeo).
Dirección: Gustavo Tambascio.
Estreno en Madrid: Teatro Infanta Isabel,
1-VI-2005 |
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Tambascio ha colocado esta obra clásica en la prueba de la
transposición temporal, escogiendo como escenario las primeras
décadas del franquismo (cosa no nueva en este director). ¿Habrá
logrado así iluminar la actualidad con un Lope que resista al
tiempo? ¿Consiguió sacar brillo a la obra promoviendo nuevos
sentidos al contacto con unas referencias históricas no
previstas por el “fénix de los ingenios”? ¿O simplemente Lope
ha sido un estímulo creativo para rehacer una obra
sustancialmente distinta?
Fácilmente se encuentra respuesta a estas preguntas desde los
primeros minutos de comedia, en particular por el descarado
sesgo político que despliega. La versión representada aspira a
convertir en clásicas las caricaturas izquierdistas de
personajes de la España de los 50 a fuerza tal vez de
repetición. Engrosa el número de obras escénicas que explotan el
tópico social y político del franquismo, perpetuando en la
memoria unos contenidos y unas formas de recordar cuajadas de
melancolía y resentimiento. Insta por la vía de la burla a una
exorcización de los que les tocó en suerte formar parte de una
sociedad por la que se vieron maltratados, y así despelleja con
fruición a la España facciosa, castrense, mojigata y de
pandereta, unida toda en el fondo por el impulso erótico
reprimido y desbocado. Sin embargo, más que prevenir tales
esperpentos mediante su tosca ridiculización, es tal el
maniqueísmo que destila el dibujo de los personajes que se
desvirtúa toda su intención crítica. Su apuesta por hipostasiar
símbolos negativos sobre los que columpiarse y apoyar gran parte
del humor reconocible en la obra provocó mi compasión por Lope
de Vega, el teatro clásico y el teatro en general. Envolver a
Lope contra el franquismo ha sido en esta versión una torpe
gracia vuelta en chirigota política.
No obstante, por salvar lo clásico, hay una pasión eterna
dibujada con claridad e interpretada con vigor: el ansia de
placer sexual, ansia obsesiva que recome a todos los personajes
casi sin excepción. Toda la obra ha sido engullida por un
periódico sofocón, motor definitivo de todos los encuentros y
desencuentros, juego oscilante entre la represión y el
descontrol ciego y “liberador”. Pero en esto mismo defrauda
sobremanera, por monopolizar el conjunto de la obra hasta
asfixiarla. Los matices lopescos del amor que requiebra y
conquista, que ofrece alegría y desdén, celos y consuelo, se ven
disminuidos por un hambre voraz y acelerador del cual fueran
mera cubierta o escaparate, trámite de formas y artimañas
varias. La versión de esta “indiscretísima abrasada de pasión
carnal” ha elegido interpretar todo el amor
EMILIO GAVIRIA |
desde la fuerza del instinto reprimido, convirtiendo el eros
hecho verso en doble lenguaje. Consigue así aportar cierta
comicidad escénica a un texto disminuido de sentido propio y de
belleza, transformado en envoltorio sonoro y rápido de una
acción alocada y en máscara bufonesca de un propósito bien
simple. El humor se resiente una y otra vez de gestos ordinarios
y facilones. Lo pícaro, lo bufonesco y hasta lo obsceno se lo
comen todo buscando la media carcajada fácil y glotona de un
público que debiera saturarse con antelación. Me temo que cuando
se renuncia a conmover con la palabra se hacen necesarias
descargas periódicas de hormonas que inmuten al respetable.
Pero vayamos más allá si nos es dado. ¿Qué habrá querido
entonces aportar esta versión de La discreta enamorada, qué
habrá querido decirnos como versión independiente de un remoto
Lope en lo tocante a “amores”? Si sólo se limitara a denunciar
las cojeras de una sociedad pasada, que a fuerza de reprimir ha
enfermado de obsesión, poco enganche tendría con nuestra propia
actualidad, nos situaríamos en el mismo registro de la
utilización política un tanto fatigante y estéril. Y sin embargo
puede que sea un reflejo de la obsesión de una sociedad que es
todavía la nuestra, y no menos ansiosa por menos reprimida.
Puede que sea el lugar donde todos los personajes coinciden y se
ven reconciliados, pulverizando distancias ideológicas desde las
tripas: en definitiva los hombres seguirán siendo agitados y
desconcertados por la pasión sexual, capaz de transformarse en
puentes de unión entre quienes más lejos se presumen.
Merece llamar la atención sobre el papel femenino de Fenisa,
cuya sorprendente y cómica iniciativa amorosa en Lope aparezca
tal vez en esta versión algo masculinizada y sometida al deseo
agradecido del varón. El novedoso papel director de la mujer
retratado por el dramaturgo clásico, se vuelve en esta obra
paralelo superlativo del deseo masculino, recibido por éste con
alborozo. Y sospecho que lo presentado como liberación sexual de
ambos no sea sino una versión empobrecedora y actual de la
feminidad. Sin duda que ellas son presentadas más desquiciadas
que ellos en este juego de escape de toda represión (acaso por
padecerla más).
Estos dos nervios, el político y el sexual, mueven el alma de la
versión de Tambascio. Para su puesta en escena cuenta con una
decoración suficiente y con unos actores capaces de expresar con
sus cuerpos, de moverse bien y hasta de cantar, mucho más y
mejor que de recitar el verso. Pero a la vista de lo expuesto no
parece que el director lo necesitara demasiado.
Encuentro a
Natalia Hernández especialmente a gusto y
desenvuelta en su papel de Gerarda, estupenda y de lo más
destacable en declamación, junto con su pareja Ancor Luján (en
el papel de Finardo), caricatura arquetípica de chulo faccioso.
Otro ritmo en el papel de Fenisa, interpretado por
Marta Juániz,
seguramente hubiera cambiado el sentido de la obra, pero habría
contribuido a que se percibiera la belleza de su parlamento.
Hernando (Paco Déniz), al principio
desconcertante, por cuanto un legionario parece dar el perfil de
pícaro burdo mejor que el de consejero en amores, va ganando en
convicción según avanza la obra, y su acento del sur es el más
inteligible de todos. Pero Lucindo (Guillermo Amaya), en cambio,
va demostrando que el verso le incordia demasiado.
En general, si la mitad de los versos se pierden por declamación
inapropiada, acelerada, confusa y de volumen escaso, con el
empeño añadido de mantener un acento andaluz arduo para oídos
más septentrionales y desentrenados, pronto se da uno cuenta que
se oculta una rendición lamentable: el texto importaba poco en
esta obra, el verso de Lope sirvió de ronroneo sonoro, cantarín
y acelerado de una acción loca y visual. Lo que se estuviera
diciendo resultaba secundario, las gracias solían venir por otro
lado, y no se apreciaba intención de detenerse a hacer brillar
los matices de un texto mediante la persuasión de una
declamación convincente y una interpretación acorde. Si se
tratara de una comedia lopesca algo de esto habría sido
deseable.
Resumiendo: si usted es de derechas es probable que le crujan
los huesos más de una vez si alcanza a ver la versión de La
discreta enamorada de Gustavo Tambascio. Si usted es de
izquierdas y le gustan las gamberradas contra la memoria del
adversario se soltará sus buenas risotadas en el teatro Infanta
Isabel. Pero si usted ama el teatro, me temo que algún lamento
recorra sus venas en las dos holgadas horas de representación.
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