BELIZE
EL VIAJE MÍTICO
Título: Belize.
Autor: David Olguín.
Dirección: Lidio Sánchez Caro.
Escenografía y vestuario: María Marcos Patiño.
Música: Juan Pedro Acacio.
Iluminación: Eugenio Ventaja.
Intérpretes: Antonio Martínez, Marta Valentín,
Javier Manzanera,
Íñigo Rodríguez.
Estreno en Madrid: Teatro La Grada, 19–I-2006. |
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Belize aborda el tema, clásico y eterno, del viaje. Y lo
hace desde múltiples modelos literarios, bíblicos y mitológicos,
que el espectador puede reconocer a lo largo de un espectáculo
denso y, en sus peores momentos, abigarrado y tal vez un tanto
pretencioso, aunque no le falten tampoco belleza y capacidad de
sugerencia.
El
hijo que abandona el hogar al llegar a la adolescencia, con la
oposición y la connivencia a la vez de una madre con la que
mantiene una relación de amor y rechazo, tiene mucho que ver con
el viaje iniciático, con la necesaria ruptura que requiere la
conquista de la propia madurez, de la independencia personal y
que exige el desagarro del medio familiar. Pero, como en tantos
otros viajes iniciáticos, se confiere al viajero una misión -o
él mismo la carga sobre sus espaldas-, y, en este caso, se trata
de recuperar la memoria del padre, un padre que los abandonó a
su madre y a él, apenas recién nacido, y del que se sabe que
murió asesinado en un prostíbulo de Belize. Todo ello adquiere
resonancias de motivos como el del hijo pródigo, el viaje de
Tobías o el de Edipo -historias que se
presentan aquí de manera invertida-, y a los que habría que
añadir, además, un relato como El corazón de las tinieblas,
de Conrad.
El viaje se inicia con un violento sueño premonitorio, que
repite casi literalmente el que la madre le contó cuando se
disponía a emprender el viaje, y que anticipa el irremisible
fracaso que perseguirá a un trayecto cuyo compañero de fatigas
será siempre un personaje muy diferente del fiel Pílades.
El acompañante, transmutado en nombres y perfiles diferentes,
será siempre un trasunto del diablo -acaso de un dios terrible y
funesto-, pero también del propio padre del viajero, y, en
cualquier caso, de la muerte. No faltan, a lo largo del periplo,
otras referencias: Caronte, Belcebú,
la gran ramera, etc. El resultado es un viaje
frustrado, un camino a la muerte, una visión desesperanzada del
destino personal y acaso colectivo, que entronca el texto de
Olguín con la genial novela Pedro Páramo, de su
paisano Juan Rulfo. A las referencias ya mencionadas ha
de añadirse la profusión de citas bíblicas y, en el reverso, de
citas procedentes de poemas de Kavafis. La Ítaca
de Homero, leída por su compatriota casi tres mil años
después, proporciona el leit-motiv del viaje a este
territorio de Belize, más cerca de lo fantasmagórico que de lo
real.
El
resultado tiene mucho de inquietante y de sugestivo, aunque,
como decíamos más arriba, también de apretado y confuso en
ocasiones. Uno se pregunta si es precisa tal acumulación de
símbolos y materiales literarios, o si, acaso, todo este rico
entramado encubre claves políticas específicas y ligadas a la
historia mexicana que el crítico no es capaz de desentrañar.
Aunque todo ello no obsta para apreciar la hermosura de un texto
que presumimos ambicioso.
El espectáculo, sin embargo, es humilde. Ha sido realizado con
una notable carencia de medios, aunque con la mejor de las
intenciones y de los empeños por parte de equipo artístico y de
un elenco esforzado, pero desigual, en el que apreciamos un
interesante trabajo de Íñigo Rodríguez.
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