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Escrito por Jerónimo López Mozo   
Jueves, 29 de Agosto de 2013 09:57

LUTO EN LAS TABLAS
 
 
JAIME SALOM
 
JUAN SÁNCHEZ EL DE LA ZARANDA
 
MGUEL NARROS
 
y
 
JOSÉ PAULINO AYUSO
 
En los meses transcurridos de 2013, varias personas vinculadas a la actividad teatral española nos han dejado. Entre ellas, el autor Jaime Salom; el director Miguel Narros, los actores José Sancho, María Asquerino, Anna Lizarán, Fernando Guillén y Javier León; el figurinista y escenógrafo Javier Artiñano; el investigador José Paulino Ayuso; y el inclasificable Juan Sánchez, el de la Zaranda. Cada uno fue maestro en la disciplina que eligió para desarrollar su labor creativa. A su demostrado amor al teatro, a todos les unía que sus nombres aparecieron, con mayor o menos frecuencia, en las páginas de la revista Reseña, primero, y, luego, Madrid Teatro. No me propongo ofrecer en estas líneas la semblanza de todos ellos, sino la de aquellos a los que conocí mejor o cuyo trabajo ejerció alguna influencia en el mío.
 
Al primer grupo pertenecen Jaime Salom y José Paulino. Fui amigo de aquél, aunque nuestros puntos de vista sobre el teatro fueran, en bastantes aspectos, divergentes. Coincidíamos en la tertulia Los Lunes de Teatro, que dirigían Manuel Gómez García y Chatono Contreras, y, de vez en cuando, en encuentros y congresos que nos brindaron las mejores ocasiones para charlar. Lo hicimos largo y tendido en un encuentro con dramaturgos latinoamericanos organizado por el CELCIT en el castillo de Alburquerque (1992), en el Congreso Nacional de Dramaturgia de Caracas (1997), en el Festival de Agüimes (1999) y en el Congreso de la revista Estreno celebrado en  Delaware (Ohio) (2002). A José Paulino le conocía más por su condición de profesor de la Complutense que por su vinculación con la revista Reseña, de la que ambos fuimos colaboradores, aunque en periodos distintos. Nuestra relación se hizo más frecuente a raíz de que dirigiera la tesis doctoral sobre mi teatro de una de sus alumnas y creció en intensidad a partir de entonces. Sin embargo, nuestros encuentros eran, por lo general, casuales. Se producían casi siempre en los pasillos de la facultad o en los teatros, pero en aquellas conversaciones a salto de mata nos poníamos al día de nuestros respectivos quehaceres.  Fruto del conocimiento que tenía de los míos fueron algunos artículos en los que me trató con generosidad. A Juan Sánchez le conocía menos que a su hermano Paco, pero tratar con éste era hacerlo, por simpatía, con los demás miembros de la Zaranda. Seguidor de la compañía desde sus inicios, cuando se alejó voluntariamente de los escenarios, echaba de menos su presencia y siempre confiaba en que regresaría a ellos en el momento menos pensado. Salvo en una ocasión, nunca traté a Miguel Narros. Fue en 2003, durante una comida en los Cursos de Verano del Escorial. Mucho antes, en 1980, me invitó a dar una conferencia en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander, pero no llegamos a vernos. Me resulta extraño ese alejamiento personal para el que no encuentro justificación alguna, sobre todo teniendo en cuenta que he sido espectador atento de cuanto ha hecho y que no puedo negar que su magisterio ha dejado en mí alguna huella.
 
JAIME SALOM
 
FOTO: ARCHIVO
Nació en Barcelona en 1925, se vino a Madrid cuando ya era un autor consagrado y hacía tiempo que había puesto fin a una prestigiosa carrera como oftalmólogo. Se unía así a la lista de dramaturgos como Rodríguez Méndez y Alberto Miralles, que, habiéndose dado a conocer en la ciudad condal, la dejaron cuando el hecho de escribir en castellano se convirtió en un "handicap" para dar a conocer sus obras. Sintiéndose enfermo de gravedad, regresó a Cataluña para morir en su refugio de Sitges (el otro era Nueva York, ciudad en la que tenía un apartamento y a la que viajaba con frecuencia). Sucedió a finales de enero, dejando un voluminoso legado teatral que, tras el estreno de El mensaje, en 1954, empezó a adquirir importancia a partir de 1960 con Verde esmeralda. En apenas una década estrenaría Culpables, La gran aventura, juegos de invierno, El baúl de los disfraces, Cita los sábados, La casa de las chivas, Los delfines y La playa vacía.  Con tamaña producción se convertía en un autor casi tan prolífico como Alfonso Paso, verdadero rey de la comedia. Los éxitos alcanzados le situaron en la órbita de los comediógrafos que copaban los escenarios españoles en el período franquista, aquellos que, sorteando los rigores de la censura, escribían a la medida del público que frecuentaba las plateas. Su teatro era, en buena medida, de evasión, pero no estaba exento de contenido crítico. Abordaba cuestiones de índole filosófica que invitaban a cierta reflexión, lo que le situaban en un plano superior al de buena parte de sus colegas. Tenía otros méritos añadidos, como el de una cuidada escritura y el dominio de la carpintería teatral. El estreno de La casa de las chivas, cuya acción transcurre durante la Guerra Civil española, aunque cualquier otro escenario bélico hubiera sido igualmente válido, le permitió ascender algunos escalones en su valoración como autor políticamente comprometido. Esa idea se vería reforzada con sus incursiones en el teatro histórico, que empezó a cultivar en Nueve brindis por un rey, continuó con Las Casas, una hoguera en el amanecer yculminó con El corto vuelo del gallo, cuyo protagonista es Nicolás Franco, padre del dictador. Gustaba Salom de comparar su trayectoria a la de Buero Vallejo y otros representantes de la generación realista, en especial en lo tocante a las dificultades que estos encontraban para escribir sin cortapisas. Las suyas no fueron, sin embargo, comparables a las de aquellos, como demuestra su constante presencia en los escenarios durante el franquismo. En ese sentido, es significativo que La casa de las chivas, aparentemente su obra más arriesgada desde el punto de vista político, pudiera representarse sin que la Junta de Censura pusiera ninguna objeción. Tampoco le unía a ellos su estética ni su temática, que, en su caso, eran sumamente variadas. Pasaba con facilidad de la alta comedia al género policiaco y del drama social a los conflictos íntimos. Estudiosos del teatro español de aquellos años le ubicaron en el grupo de autores que sellaron, en palabras de Cesar Oliva, un pacto tácito entre escenario y sala, en el que figuraban Jaime de Armiñán y Alonso Millán. En este sentido son acertadas las palabras de Phyllis Zatlin, profesora estadounidense que ha contribuido decisivamente a la difusión de su teatro en Estados Unidos, al decir que éste supera cualquier mensaje político para dirigirse a temas humanos universales. Llegada la Transición, su interés se centró fundamentalmente en los problemas de una sociedad dominada todavía por los corsés impuestos por el nacionalcatolicismo en el seno de la familia. Al tratar estas cuestiones huyó de la tentación de intentar cambiar el mundo, tarea que a esas alturas sabía que no estaban al alcance de los dramaturgos, y se limitó a ofrecer su testimonio de lo que veía, que, si se mira bien, no es empeño menor. En los años de democracia, su producción creció a buen ritmo. Entre los nuevos títulos figuran La piel del limón, Historias íntimas del paraíso, Una hora sin televisión, Un hombre en la puerta, El señor de las patrañas, Casi una diosa (sobre Gala, la esposa de Dalí), Mariposas negras, La trama, El otro William y Las señoritas de Aviñon, inspirada en el célebre cuadro de Picasso y que es, junto a su única ópera, Yo Dalí, su éxito más reciente. 
 
JUAN SÁNCHEZ (JUAN EL DE LA ZARANDA)
 
FOTO: ARCHIVO
Sin más añadidos, el nombre de Juan Sánchez poco dice al común de los aficionados, pero acompañado de la expresión “de la Zaranda”, en alusión al mítico grupo teatral del mismo nombre, nos remite a uno de sus fundadores. Los otros eran su hermano Paco, Eusebio Calonge, Enrique Bustos y Gaspar Campuzano, todos paisanos de nacimiento. Entre los cinco, pusieron en marcha en 1978 una compañía de dudoso futuro – ellos mismos la definieron como inestable -, que, sin embargo, logró traspasar las fronteras geográficas que la vieron nacer – Andalucía la Baja -  y prolongar su existencia hasta nuestros días. Juan tenía entonces 24 años. Ha dicho adiós en Jerez de la Frontera, la ciudad que le vio nacer, el 12 de marzo, con 59. En La Zaranda, que practica la creación colectiva, hay, sin embargo, espacio para el trabajo individual, como lo había en el Teatro Independiente, del que es digno heredero, por más que en los programas se omitiera el nombre y las tareas concretas de sus miembros. Juan de la Zaranda era, de puertas afuera, uno más en una compañía que rechaza las jerarquías y la división de tareas, pero su protagonismo en la elaboración de los textos era absoluto. Por supuesto, no era un autor de obras cerradas, sino de propuestas que reelaboraba con sus compañeros a lo largo del proceso de creación de los espectáculos. Como dijo en alguna ocasión, “el texto es una semilla que el autor deja caer en los personajes”. De acuerdo con esa idea, eran sus intérpretes los que la regaban, la hacían crecer y la convertían en representación escénica. De su pluma salieron los esbozos literarios de Los tinglaos de María Castaña; Ojú, ojú, ojú; Mariameneo, Mariameneo; y Vinagre de Jerez, fechados todos en la década de los ochenta del pasado siglo. Tras el éxito internacional cosechado por este último espectáculo, dejó la compañía, cediendo el testigo a Eusebio Calonge, que es, desde entonces, el dramaturgo de La Zaranda. Ignoro los motivos de su retirada. Quizás le abrumaran la fama y los cada vez más numerosos reconocimientos o, más probablemente, le empujaran a ella sus problemas de salud, acentuados por su negativa a renunciar a sus hábitos de vida. Para Juan, entre el día y la noche  no había frontera. Los beneficiarios de esa decisión fueron los alumnos de los Marianistas de Jerez, que encontraron en él a un singular profesor de lengua y literatura, que les enseñó a amar a los grandes heterodoxos de nuestras letras, como Cervantes o Valle. También ganó el flamenco, su otra pasión. Para sus amigos de la compañía Gitanos de Jerez alumbró Tierra cantaora y Antígona Monge. En el obituario que le dedicó El Pais, su autora Rosana Torres rescataba algunos fragmentos de los escritos de Juan de la Zaranda en los que aludía a su visión del teatro. En uno de ellos decía: “No sé lo que busco. ¿Una verónica de Rafael de Paula, un verso de Antonio Machado, un cante por bajito del Monea? Los nombro con prudencia, me desdigo, me repito, avanzo y retrocedo. Tal vez el intento de devolver al teatro ese eco de seguiriya que la historia me prestó”. En otra ocasión manifestó: “El origen del teatro es anterior a la escritura y el hablar se convierte en una acción, y esta acción no es propia sino revelada, porque en el teatro, como en la vida, nuestras obsesiones fundamentales, el amor y la muerte, van más allá de lo cotidiano, ocupan también nuestros sueños”. Con Juan Sánchez ha desaparecido un visionario del teatro que pasó por los escenarios de medio mundo sin hacer demasiado ruido, dejando, sin embargo, un legado que sus colegas nos recuerdan en cada nuevo espectáculo y que puede resumirse en otra frase suya: “Enséñame tu aldea y te enseñaré el mundo.”
 
MIGUEL NARROS
 
FOTO: ARCHIVO
Tras una larga trayectoria en el teatro, que arrancó como actor de la mano de Luis Escobar Y Humberto Pérez de la Ossa en 1942, con apenas 14 años cumplidos, Miguel Narros ha permanecido en activo hasta momentos antes de su muerte. En efecto, ésta le llegó el 21 de junio, una semana después de que su último montaje, La dama duende, de Calderón, fuera estrenado en Alcalá de Henares. Murió, pues, con las botas puestas. Inició su formación teatral en el Real Conservatorio de Música y Declamación, de Madrid, y la continuó, aunque por breve tiempo, en París en el Teatro Nacional Popular de Jean Vilar. Además de actuar bajo la dirección de Escobar y Pérez de la Ossa, a cuyo lado permaneció diez años en el escenario del María Guerrero, realizó figurines para José Luis Alonso Mañes y firmó no pocas escenografías, pero lo que le ocupó principalmente fue la dirección de escena, que compatibilizó con una intensa labor docente tanto en la RESAD, en la que fue catedrático, como en los grupos que creó, auténticas escuelas de formación de actores. Su debut como director se produjo a su regreso de París: en colaboración con María Gallardo montó, en el María Guerrero, Música en la noche, de Priestley. Se pondría luego al frente del Teatro Español Universitario de Veterinaria, en Madrid, y, en 1953, fundaría, en Barcelona, Pequeño Teatro, que representó piezas de William Faulkner, Miguel de Unamuno y Marcel Achard. De regreso a Madrid, fue invitado por la mítica compañía Dido Pequeño Teatro a dirigir varios espectáculos. La relación de autores anticipa lo que será una constante en su trayectoria: su interés por el teatro de todas las épocas, desde nuestros clásicos, con especial dedicación al Siglo de Oro, hasta las últimas corrientes europeas y norteamericanas. Así, junto a Lucas Fernández y Lope de Vega, de los que hizo, respectivamente, Auto de la Pasión y El villano en su rincón, figuraban Anton Chéjov, Arthur Schnitzler, August Strindberg, Shelagh Delaney y Tennessee Williams. Pero el punto de partida de su triunfal carrera fue la creación en 1960, junto a William Layton, Betsy Bekley y Vicuña, del TEM (Teatro Estudio de Madrid). Layton, procedente de Estados Unidos, en los que se había formado con Strasberg y Meisner, introdujo en España, a través de esta compañía, el Método de Stanislavski. En sus ocho años de vida, el TEM representó, entre otras, Cuento a la hora de acostarse, de O’Casey, El amante y El montacargas, de Harold Pinter, y Proceso por la sombra de un burro, de Dürrenmatt.
 
Asumió luego la dirección del teatro Español de Madrid, a cuyo frente estuvo desde 1966 hasta 1970. Al margen de los obligados estrenos de las obras premiadas con el Lope de Vega, la programación fue un amplio y variado muestrario de nuestro repertorio clásico, que confirmaba su gusto por ese teatro. Sin embargo, cabe pensar que la casi total exclusión de autores contemporáneos también obedeciera a las dificultades que, para un antifranquista como él, suponía ofrecer obras que pudieran tener problemas con la censura o fueran consideradas inconvenientes en un teatro público.  De hecho, el incidente surgido con el estreno de Los niños, de Diego Salvador, premio Lope de Vega, parece avalar la hipótesis. La sustitución de unos símbolos de la OTAN por otros del Pacto de Varsovia sin autorización del autor provocó que éste decidiera retirar el permiso para que la obra fuera representada y, ante la imposibilidad legal de hacerlo, rechazara la autoría de aquella versión. Con todo, desde el punto de vista artístico, alcanzó elevadas cotas de calidad. El déficit de teatro contemporáneo durante su etapa al frente del Español fue compensado apenas regresó a la empresa privada. Sin dejar de lado el teatro áureo, incorporó a su repertorio a los clásicos contemporáneos, entre ellos a Pirandello, del que hizo Los gigantes de la montaña. En 1971, en el programa de mano de su segunda puesta en escena de Un sabor a miel, de Shelag Delaney, figuraba el nombre de Andrea D’Odorico, arquitecto y escenógrafo italiano, que acababa de llegar a España. Fue la primera de una serie de colaboraciones que se prolongaría a lo largo de los años, rindiendo extraordinarios frutos artísticos. En 1978 se embarcó junto a Layton y con la incorporación de José Carlos Plaza, uno de sus primeros discípulos, en un nuevo proyecto que, de algún modo, continuaba el del TEM, ahora en otro marco político y sin el sello del teatro independiente de aquél. Bautizado con el nombre de TEC (Teatro Estable Castellano), acometió en su primer montaje una de las más importantes piezas vanguardistas de García Lorca, Así que pasen cinco años, que nunca había subido a los escenarios. En 1981, esta vez con D’Odorico, puso en marcha una nueva compañía, que bajo el nombre de Teatro del Arte, representó Danza macabra, de Strindberg, Medea, de Séneca, y, en las fechas en que solía hacerse, el Don Juan Tenorio, de Zorrilla. En 1984 inició su segunda andadura como director del teatro Español y, en los ocho años que ocupó el cargo, se mantuvo fiel a una trayectoria, que, en cada nuevo montaje, confirmaba sus ideas sobre el arte escénico: le gustaba jugar con la verdad y descubrir lo que la realidad tiene de fantasía. También conservó su inclinación a contar con la colaboración de profesionales que le habían acompañado a lo largo de los años o que se habían formado con él y Layton. Todavía participaría en otras aventuras teatrales, entre ellas, ya en el siglo actual, el Laboratorio William Layton. Miguel Narros llevó a la escena más de ciento cincuenta obras, de algunas de las cuales ha ofrecido varias versiones. Baste la relación de algunos de los títulos para hacerse una idea cabal de la trascendencia de su trabajo. A los ya citados, podríamos añadir Numancia, de Cervantes; El caballero de Olmedo y La estrella de Sevilla, de Lope de Vega; El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina; El rey Lear, de Shakespeare; Las tres hermanas y Tío Vania, de Chejov; La señorita Julia, de Strindberg; Seis personajes en busca de autor y La vida que te di, de Pirandello; Largo viaje hacia la coche, de O’Neill; Salomé, de Wilde; La Malquerida, de Benavente; Doña Rosita la soltera y Yerma, de García Lorca; La rosa tatuada, de Williams; Panorama desde el puente, de Miller; A puerta cerrada, de Sartre; El concierto de San Ovidio, de Buero Vallejo; Final de partida, de Beckett; Marat-Sade, de Weiss; y Los negros, de Genet. Si cientos han sido sus puestas en escena, no menos numerosa es la nómina de artistas que se repiten en repartos y fichas técnicas, muchos de ellos alumnos y otros que, sin serlo, comulgaban con su forma de hacer teatro. En ella figuran Margarita Lozano, Nuria Torray, Antonio Llopis, Alonso de Santos, Ignacio Amestoy, Ana Belén. Francisco Vidal, Juan Margallo, Petra Martínez, Paco Algora, Carlos Hipólito y José Pedro Carrión y Ainhoa Amestoy.   El hecho de que el apellido Amestoy aparezca dos veces, una en alusión al dramaturgo y otra a su hija, actriz y directora, da idea de cuan larga ha sido la presencia de Miguel Narros en la escena española.
 
JOSÉ PAULINO AYUSO
 
FOTO: JOSÉ HUESCA (ARCHIVO)
Desconocido para los espectadores, pero no para los profesionales del teatro ni en el mundo académico, José Paulino, repartió su vida profesional entre la docencia, que ejerció en la Universidad Complutense de Madrid, en cuya Facultad de Filología era catedrático de Literatura Española, y la investigación en los campos de la poesía y el teatro del siglo XX.
 
Nacido en Valencia en  septiembre de 1945, la muerte le sorprendió en Madrid a finales de     de mayo víctima de un cáncer declarado muy poco antes. Sobre su mesa de trabajo quedaron los materiales destinados a un libro sobre el exilio de escritores españoles en México en cuya redacción colaboraba el dramaturgo y antiguo alumno suyo Juan Pablo Heras. A él le ha confiado su conclusión el autor del encargo, Manuel Aznar, director de GEXEL (Grupo de Estudios del Exilio Literario). Será, junto al acto celebrado por sus colegas y alumnos en el Paraninfo de la Facultad de Filología, un justo homenaje póstumo. De su temprana afición al teatro dan fe las críticas que publicaba en los años setenta del pasado siglo en las páginas de la revista Reseña, de la que surgiría mucho después este Portal de las Artes Escénicas bautizado con el nombre de Madridteatro. En los años siguientes, otras muchas revistas acogieron sus colaboraciones. Entre ellas, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos Cuadernos del Lazarillo, Dicenda, Compás de Letras y Don Galán. Su labor en la investigación teatral, que es la aquí interesa comentar, va desde una importante aportación al rescate y reconocimiento de los dramaturgos del exilio republicano hasta el estudio de la obra de los autores contemporáneos más comprometidos. Entre sus ensayos. cabe citar Acción, tiempo y espacio en el teatro de Alfonso Sastre (1999), Los dramas de la conciencia y la memoria (2009), sobre la memoria literaria del franquismo; La obra dramática de Buero Vallejo: compromiso y sistema (2009); y Ramón Gómez de la Serna: la vida dramatizada (2012). También son importantes sus ediciones de las piezas dramáticas de Miguel de Unamuno La esfinge, La venda, Fedra, El otro y El hermano Juan.

 


JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
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Última actualización el Jueves, 29 de Agosto de 2013 20:36