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ADOLFO MARSILLACH
FOTO: J.. R. DÍAZ SANDE |
«He aquí una comedia que ha originado grandes discusiones y ha sido objeto de ataques por largo tiempo; las personas satirizadas han demostrado que son más poderosas en Francia que todas las demás que hasta ahora he criticado.» Así comenzaba Molière el prólogo a su Tartufo (1668), cuando después de cinco años de prohibición, se le permitió por fin representado ante el gran público. La comedia había sido prohibida por voluntad expresa del rey y del arzobispo de París. Un nutrido coro de gente importante había puesto el grito en el cielo, acusando a Molière de irreverente o impío.
Siempre es arriesgado denunciar a los poderosos, sobre todo a los que consiguen el poder so capa de religiosidad, como acaso lo hicieran en la corte de Luis XIV algunos caballeros de la fraternidad del Santísimo Sacramento. Contra ellos dirigía Molière su sátira. Pero por más peligrosa que sea, esta clase de denuncias resulta siempre muy popular. La gente semcilla celebra que se descubran las sombras en las personas que más brillan. Y éste es el secreto del éxito de Molière, tan hondamente popular y, por lo mismo, tan actual si se sabe adaptar su arte a la sensibilidad contemporánea.
Por ello celebramos antes que nada el gran acierto de Enrique Llovet en su ingeniosa y libre traducción del texto, así como la maravillosa puesta en escena de Adolfo Marsillach. La fácil inteligencia de los procedimientos teatrales, el brillo y agilidad de la representación logran, en el Teatro de la Comedia, de Madrid, una perfecta comunicación entre la escena y el público y convierten a Molière en un autor para los españoles de hoy (en contraste con ese otro Molière, demasiado arcaico, de Las mujeres sabias o El enfermo imaginario, presentados en el Español
estas últimas temporadas).
La misión de la comedia, según Molière, es corregir los vicios de los hombres para defender a los débiles frente a los poderosos: las esposas frente a sus maridos, las hijas frente a los padres, el vulgo frente a los pedantes, los pacientes frente a los médicos, etc. En El Tartufo, Molière sale en defensa de la gente simple y honesta frente a la impostura religiosa. Por desgracia, ese vicio de la falsa devoción y de la hipocresía no ha desaparecido de nuestra sociedad.
La farsa es como un espejo en el que vemos reflejada la imagen de personas quienes con más o menos fundamentos creemos hipócritas o aprovechadas; pero si bien lo miramos, en este espejo descubrimos también nuestra propia imagen. Y ésta es la parte más sana del entusiasmo del público y el efecto más terapéutico de la sátira: el que se dirige contra los márgenes de ficción religiosa ; que cada uno de los espectadores pueda descubrir en su propia vida. Naturalmente, en la representación madrileña brotan además sentimientos menos o desinteresados. La crítica del poderoso causa siempre complacencia en el de abajo y ahí puede haber una secreta expansión del recelo, la envidia o cualquier otro resentimiento. Pero es que, además, gozamos y aplaudimos el que se descalifique a ciertos privilegiados porque no toleramos que existan personas afortunadas por procedimientos que sospechamos religiosamente falsos. El pueblo español, precisamente porque es extrañablemente religioso, es muy sensible a los abusos de la religiosidad y por ello muy dado al antic1ericalismo. Basta una rápida mirada retrospectiva a la novela y el teatro de los últimos cien años para convencerse de que el tema de la impostura religiosa ha tenido gran éxito entre nosotros. En las personas religiosas los pecados de debilidad, pero nunca las mentiras; nos irrita al máximo la sola sospecha - y en eso el español es muy suspicaz - de que la codicia o la lujuria puedan embozarse en mantos sagrados. La llamada «moral laxa» que fue el sambenito que se colgaba a los jesuitas, ahora se llama la moral y la devoción de los «ejecutivos.
Pretender identificar el éxito en los negocios con el camino del Cielo es lo que a muchos les parece ahora una impostura aborrecible. Sobre todo en un momento post-inflacionista en materia religiosa. La humildad exhibicionista, la piedad y la penitencia formales, el casuísmo moral, la religión de las obras y de las palabras más que de la fe, las precauciones y disimulos, los alegres manejos para divinizar todo lo humano, son otros tantos rasgos de esa figura falsa del hombre religioso que la Iglesia - en estado permanente de reforma está intentando rectificar y que el pueblo español instintivamente ridiculiza.
Así se explica que el público - tantas veces pasivo en nuestras plateas - intervenga en este espectáculo con particular interés y simpatía, y junto con Molière, Llovet y Marsillach, se ensañe contra toda clase de «tartufería». El teatro así concebido se convierte en un delicioso y cruel instrumento de reforma social.
Otra de las causas de la acogida popular al Tartufo es la fácil credulidad con que Orgón se deja embaucar por el falso devoto, mientras le está conquistando la fortuna y la esposa. El abuso llega a extremos inconcebibles: Orgón atropella los intereses de su hija, expulsa de casa a su hijo, y llega a perder su fortuna y libertad. Orgón es el prototipo del ciudadano honrado, que por espejismos religiosos y por no dar oído al sentido común (Dorina, la criada y los clem6a miembros de su familia), acarrea la ruina a toda la casa (léase a la sociedad). ¿Cómo es posible tanta alucinación? Todos, quien más, quien menos, hemos sido víctimas de engaños parecidos y desde nuestra ingenuidad herida nos alegramos que la impostura se denuncie y se castigue de forma tan dramática.
El argumento del Tartufo se podía haber tratado de forma trágica. En la tragedia hay siempre un error inicial que prepara la catástrofe. El gran acierto de Molière está precisamente en haber hecho con ello una comedia. Frente a los mecanismos deterministas de la naturaleza y de la sociedad, no toma una actitud de terror y culpabilidad (trágico), sino de burla y desenmascaramiento. Es muy saludable experimentar, aunque sólo sea por unos minutos, que frente al vicio y al abuso, todavía es posible la libertad y la risa. La risa franca y entrañable, que es como un canto de triunfo sobre la mentira. Para mí, el gran mérito de Marsillach en esta ocasión consiste en haber sabido resucitar, por encima del panfleto y del gesto grotesco, el verdadero ritmo de la comedia, que es vida espontánea y libertad espiritual. La puesta en escena, la interpretación, la rápida sucesión de los episodios, el decorado y demás recursos escénicos, el canto y la mímica son como una bocanada de aire fresco que irrumpiera en el ambiente asfixiante de nuestra vida cotidiana, dominada por la vulgaridad o por los fantasmas de la muerte. Esto es lo que aplaudí con entusiasmo en el Teatro de la Comedia, y no unas medias verdades que fomentan el resentimiento
Titulo: El Tartufo.
Autor: Molière
Versión: Enrique Llovet.
Decorados y Vestuario: F. Nieva
Compañía: de Adolfo Marsillach.
Intérpretes: José María Prada (Tartufo), Antonio Iranzo, Gerardo Malla, Charo Soriano, Tere del Río.
Dirección: Adolfo Marsillach.
Estreno en Madrid: Teatro de la Comedia, 3 – X - 1969
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PZ. JACINTO BENAVENTE.
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