LA COLMENA CIENTIFICA
O
EL CAFÉ DE NEGRÍN
UN GLORIOSO PASADO RECUPERADO
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DAVID LUQUE, JOSÉ L. ESTEBAN, LOLA MANZANO, IÑAKI RIKARTE,
PEDRO OCAÑA, PACO OCHOA
FOTO: DAVID RUANO
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Con motivo de los 100 años de la Residencia de Estudiantes de Madrid, entre otros muchos actos conmemorativos, la mencionada Residencia se ha aventurado a teatralizar el “espíritu” que la insufló: la libertad de enseñanza, la amplitud de miras a niveles científicos y humanísticos en España, más allá de credos e ideologías coyunturales y la interacción de unos y otros residentes.
De aquella Residencia de los años veinte, nos ha llegado, por activa y por pasiva, los nombres de Lorca, Buñuel y Dalí. Menos las de otro gremio como son los científicos y ahí están los maestros – Juan Negrín, Santiago Ramón y Cajal…- y los alumnos – Severo Ochoa. Y en conexión con aquel espíritu Ángel Llorca y Justa Freire en la enseñanza y José Moreno Villa, como representante del humanismo de las letras. A todos ellos les unía ese espíritu y como símbolo “el café” que Juan Negrín preparaba en su laboratorio. Digo como símbolo, porque una de las cualidades, según este texto y las crónicas orales de sus supervivientes, era el intercambio humano y el interés mutuo por las especialidades de unos y otros.
Esta “Colmena” de José Ramón Fernández y Ernesto Caballero se posa por el mencionado gremio de científicos y lo que dicho colectivo ha supuesto en aventurar el espíritu primigenio de aquella Residencia, cuyos generosos horizontes estuvieron muy vigilados durante la época franquista.
José Ramón Fernández se ha comprometido con la tarea de teatralizar aquellos momentos procurando no apartarse de la idea madre: la amplitud de miras de sus formadores y alumnos, así como de la convivencia de ciencias y humanismo. Por lo tanto, no se trata de adentrarnos en las biografías de las personas que vivieron aquellos momentos, sino de lo que resultaba, en un todo, de la suma de aquel colectivo, lo cual no quitaba que, con pinceladas de gran soltura en el trazo, se aboceten los caracteres de aquellas personalidades, puestas en entredicho en la época franquista y cuyos perfiles se nos transmitieron a través de espejos deformantes.
El trabajo documental de José Ramón Fernández, sintetizado en los personajes y situaciones es realmente magistral. En unos sesenta y cinco minutos consigue plasmar teatralmente la idea madre. Por lo declarado, el mérito de tal teatralidad lo tiene que compartir, en justicia, con Ernesto Caballero, director del montaje, quien ha ido acomodando el texto primigenio en comandita con José Ramón, quitando, aclarando o añadiendo. Esta labor de un texto que engancha con el escenario se percibe gustosamente.
Para la resurrección de aquellos personajes se ha recurrido a lo que podría ser una sucinta conversación evocadora de unos jóvenes científicos actuales. Y aquí está una gran virtud: con una agilidad sorprendente, los encarnan y desencarnan. A ello ayuda el no pretender afeites para caracterizar realísticamente a los actores, ni buscar un parecido físico. Solamente pequeños adminículos: la pajarita para José Moreno, un bigotito para Negrín o unas chapelas y chaqueta para Unamuno… y la interpretación nos dan al personaje de un modo conviencente. Entre idas y venidas asistimos, bajo un prisma de humor y de optimismo, a las inquietudes juveniles de unos seres que conocimos un tanto acartonados y mitificados por la brillantez de sus carreras o por la lejanía del exilio.
El peligro de este tipo de trabajos está en que se convierta en una mera exposición de hechos o intercambio de diálogos planos. No sucede así. Se consigue llegar al enfrentamiento dramático de algunos personajes como es el que acaece entre Juan Negrín (David Luque, buena su transición hacia el enfrentamiento dramático) y Severo Ochoa (Iñaki Rikarte, que nos da una espléndida visión de un ingenuo Severo juvenil), por la disparidad de opiniones con respecto a la fidelidad vocacional del científico, a la que parece renunciar Negrín seducido por los cantos de sirena de la política y otros menesteres. Algo similar sucede con el, casi, monólogo final de Ángel Llorca, interpretado por Pedro Ocaña con un buen dramatismo contenido.
Un encuentro verbal improbable es el de Santiago Ramón y Cajal – al que da vida eficazmente Paco Ochoa – y Severo Ochoa. Es una de las licencias que se permite el autor, basado en la admiración que el joven Ochoa siente por Ramón y Cajal y en la coincidencia física, en una foto de grupo, de ambos personajes. Resulta convincente.
Personaje clave en toda esta narrativa teatral, es el poeta y pintor José Moreno Villa. Se le podría definir como el maestro de ceremonias de toda esta liturgia científica y teatral. Dos parecen ser las razones de este protagonismo: una buena parte de la documentación se apoya en su libro de memorias Vida en claro y la connivencia del humanismo de Moreno Villa con José Ramón Fernández, hombre de letras. Al mismo tiempo es el representante del exilio español durante los cuarenta años de franquismo, lleno de nostalgia y con el sentimiento de que algo positivo se perdía, en cuanto comenzaron los cañonazos de la guerra. Tiene algo más: es como el primer espectador de la “troupe” y su visión se llena de humor y de cierto distanciamiento. José L. Esteban – ya fue el intérprete de La Comedia Nueva o El Café de Leandro Fernández de Moratín, un virtuosismo de dirección por parte de Ernesto Caballero con un texto sin apenas acción – da vida a un José Moreno que impregna de humanidad y humor.
Justa Freire es el único personaje femenino – es una época en la que aún el ideal de la mujer es el hogar - y su incursión en aquel colectivo proviene desde su labor pedagógica. Aunque con toques biográficos, no deja de poseer cierto carácter simbólico al representar la incursión de la mujer en el mundo intelectual. Es también un personaje que muestra la posibilidad de combinar un feminismo con la intelectualidad y no es casual que su voz interprete Tirano amor, la romanza final de la zarzuela de Barbieri Jugar con Fuego. A Justa la encarna con delicadeza y buen gusto Lola Manzano.
Es frecuente que en una obra que tiene mucho de colectiva, al abordar la interpretación de los actores se diga que no es justo resaltar a nadie. En esta ocasión no es una mera pose, sino que todos ellos “juegan” – ahora esta palabra “jugar” en el teatro se repite – muy bien su papel histórico y sus desdoblamientos contemporáneos y de otros personajes. Resultan divertidos en sus parodias musicales y en sus relaciones juveniles.
El espacio es la Sala de la Princesa en el Teatro María Guerrero. Un espacio reducido, en el que a los espectadores se nos ha situado al teatro a la italiana – un frontal y dos laterales - y muy próximos a la escena. Ello ayuda a que la obra resulte más cercana y creíble. Los actores no tienen que proyectar la voz, sino que su tono es más coloquial. Captado así, es difícil imaginar este espectáculo en un teatro a la italiana que comporta cierto alejamiento. Claro, que todo es devanarse los sesos.
La escenografía recurre, inteligentemente, a un realismo simbólico. Un suelo de baldosas – imagino reproducción de los suelos de la Residencia – de geométricos dibujos resquebrajados. Una pizarra digital para proyectar información científica o recibir los fotogramas de un documental de aquella época “¿Qué es España?” Una tarima, pódium de los catedráticos en sus clases magistrales. Este trazado realista, collage de diversos espacios, permite un evocador y acertado simbolismo. Lo mismo sucede con los objetos: las patas de los taburetes se transforman en microscopios, el ancestral molinillo de café adquiere, gracias a su manivela, el rango de cámara de cine de los años veinte y así sucesivamente los demás elementos escenográficos.
Ernesto Caballero vuelve a demostrar, como ya hizo en La Comedia Nueva o El Café de Leandro Fernández de Moratín, la posibilidad de convertir en teatro la palabra escrita, nacida en el autor sin apenas acción, y proporcionarle ritmo.
Viendo este espectáculo y la evocación de un mundo en el que se desarrollaba una interacción de las distintas manifestaciones del ser humano, y comparándolo con nuestro mundo goloso de la especialización, surge cierto lamento: la pobreza cultural de miras de nuestro mundo actual, que tiende a encerrarse en el pequeño mundo que uno cree dominar. Por todo esto y por ser puro teatro, vale la pena asistir a este Café de Negrín.
Título: La colmena científica o El café de Negrín
Texto: José Ramón Fernández
Escenografía: Curt Allen Wilmer
Iluminación: Juan Gómez Cornejo
Vestuario: Patricia Hitos
Video-escena: Álvaro Luna
Ayudante de dirección: Antonio C. Guijosa
Ayudante de escenografía: Leticia Gañán Calvo
Ayudante de video-escena: Bruno Praena
Intérpretes: José Moreno Villa (José L. Esteban), Juan Negrín (David Luque), Justa Freire (Lola Manzano), Santiago Ramón y Cajal (Paco Ochoa), Severo Ochoa (Iñaki Rikarte), Ángel Llorca (Pedro Ocaña)
[El personaje de Miguel de Unamuno es interpretado por varios actores: Pedro Ocaña, Iñaki Rikarte, Paco Ochoa y David Luque].
Producción: Centro Dramático Nacional / Residencia de Estudiantes de Madrid En los 100 años de la Residencia de Estudiantes
Dirección: Ernesto Caballero
Duración: 65 minutos.
Estreno en Madrid: Centro Dramático Nacional, Sala Princesa, 13 – X – 2010.
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FOTOS: DAVID RUANO |
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Centro Dramático Nacional
Teatro María Guerrero
Sala princesa
Director: Gerardo Vera
C/ Tamayo y Baus, 4
28004 – Madrid
Metro: Colón, Banco de España, Chueca.
Bus: 5,14,27,37,45,52,150
RENFE: Recoletos
Parking: Marqués de la Ensenada,
Pz de Colón, Pza del Rey.
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Día del Espectador: miércoles (50%)
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