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FOTO: CHICHO |
En 1947 se estrenaba en Nueva York Todos eran mis hijos bajo la dirección de Elia Kazan. El Premio de la Crítica dió el espaldarazo al autor y a la obra. En 1963 llegaba a Madrid bajo la dirección de Ricardo Lucía. Antes y después «pastó» por teatros de cámara y colegios mayores. Los teatros «forums» la encontraron ideal para el debate. Con el tiempo llegó la película, y la televisión no tardó en programarla. Era obra de tesis, maquillada de tragedia, y ofrecía a los actores un posible lucimiento.
Lecturas primero y representaciones después, siempre las sentí pesadas y melodramáticas. Arthur Miller me resultaba demasiado prolijo. Pensé que serían cosas de la edad, mi edad.
Hóy, en 1988 y bajo la dirección de Angel García Moreno, mi impresión es la misma, agravada por el transcurrir del tiempo. La versión de Enrique Llovet no ha conseguido hacérmela más digerible. Vuelven a prenderme solamente esos felices momentos del texto, soliloquios o diálogos para buenos intérpretes. Berta Riaza repite obra, sólo que en 1963 era la damita joven y hoy es la madre.
Es poco elegante comenzar una crítica de este modo. Probablemente es un desahogo. Esperaba ver un nuevo modo de representar a Arthur Miller en 1988 y eso no ha ocurrido.
En 1947 Miller era sensible a los horrores de trastienda de aquella segunda guerra. A muchos de los «hijos» no los mataron las bombas, sino la codicia de los negociantes de retaguardia. Un defecto de fabricación en piezas de los caza bombarderos, lleva a la muerte a los pilotos. El «hijo», dado por desaparecido en la mente de la «madre», ha caído también. Aceptar la muerte de ese hijo es aceptar la criminalidad del padre. Por eso, él está en algún lugar de la tierra. Por eso, la «verdad», como en aquel Pato Salvaje de lbsen, no siempre es beneficiosa: altera la ecología de una ambiciosa sociedad. La venda cae cuando se es consciente de que no hay sólo un hijo sino que todos los caídos, víctimas de un dudoso negocio, «eran mis hijos».
El texto está construido siguiendo las líneas de la tragedia griega, algo muy querido por los autores americanos desde O'Neill. Y como consecuencia, la «katarsis», que en este caso tiene bastante de moralina, al menos vista desde 1988.
Hoy el tema resbala. Probablemente en los cuarenta, tras la hecatombe mundial, aquello sonaba a denuncia y su «katarsis» consistía en remediarlo. En estos años, también de desencanto pero en otra octava, nos hemos acostumbrado a aceptar la corrupción y renunciar a entender cosas como Corea, Vietnam, el conflicto eterno del Medio Oriente, el incomprensible «puzzle» de Centroamérica, la masacre argentina, los dudosos derechos humanos de Chile, Cuba y demás dictaduras ... los mercados de armas entre gobiernos que airean banderas de paz y vocean la trasnochada tesis sobre la «guerra justa». Ante todos estos horrores y la aparente insolubibilidad de ellos, la denuncia de Miller es nimia.
Miller es prolijlo pero se salva por la estructura dramática que sigue los caminos de la intriga, la buena distribución de las partes - la clásica presentación, nudo y desenlace - y el ajustado diseño de caracteres. Su modo de hacer teatro, naturalista/realista, es todo un ejemplo. Sólo que hoy resulta largo y reiterativo.
La versión de Enrique Llovet, de lenguaje diáfano, no nos libra de los tiempos muertos. Nuestra época posee otro ritmo, que no se ajusta al de esta versión. No se trata de tiempo físico de duración, sino de tiempo psicológico en la percepción del espectador. O bien pudiera ser que el texto de Miller ha pasado, que todo es posible. De todos modos, la representación camina con lentitud y llega a hacerse soporífera.
Se salvan, como se salvaban en la España de 1963, algunos momentos felices por su dramatismo, escritura e interpretación de los protagonista Berta Riaza (la madre) y Agustín González (el padre) - en los que Arthur Miller se recrea dibujando situaciones y caracteres que emulan a las mejores escuelas interpretativas del melodrama de la época.
La escenografía de Rafael Redondo parece querer reproducir la horizontalidad y verticalidad de un partenón griego. Nos encontramos en el patio trasero de una casa-jardín americana, tratada en cánones realísticos y bien ambientada, que ocupa todo el fondo, con rompientes de ladrillo visto en los laterales. El conjunto resulta una caja de zapatos (¿deseo de reproducir cierto enclaustramiento?), con muy poco movimiento en su planta y, por lo tanto, falto de gracia. Si se compara con la versión de Nueva York del 47 u otras más estilizadas, la idea de Rafael Redondo no es de las más inspiradas. Cumple únicamente su función de ilustración, añadiendo más monotonía al desarrollo de la acción.
Todos eran mis hijos, de Miller-L1ovet-García Moreno, nos deja con la incógnita de si estos «hijos» de Miller son todavía válidos para nuestra época.
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FOTO: CHICHO |
Título: Todos eran mis hijos (1947).
Autor: Arthur Miller.
Versión: Enrique L10vet (1988).
Producción: Coproducción del INAEM con el Teatro Bellas Artes.
Iluminación: José Luis Rodríguez.
Escenografía y vestuario: Rafael Redondo.
Dirección: Angel García Moreno.
Intérpretes: Berta Riaza (Katy Keller), Agustín González (Joe Keller), Juan Meseguer (Chris Keller), Eva García (Annie Deever), Ana María Barbany (Sue Bayliss), Francisco Guijar (Jim Bayliss), Manuel Brun (Frank Lubey), Victoria Vivas (Lydia Lubey), Miguel Angel García (Bert, niño), Fernando Huesca (George Deever).
Estreno en Madrid: Teatro Bellas Artes, 24 de marzo 1988.
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FOTOS: CHICHO |
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José Ramón Díaz Sande
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