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LA FIESTA DE LOS JUECES
CRÍTICA FEROZ DE LA JUSTICIA ESPAÑOLA
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La fiesta de los jueces es un espectáculo basado en El cántaro roto, de Heinrich von Kleist. Ernesto Caballero, director del espectáculo y responsable de su dramaturgia, imagina un solemne acto en el que la cúpula de justica española, ante las autoridades políticas del país
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LA FIESTA DE LOS JUECES
CRÍTICA FEROZ DE LA JUSTICIA ESPAÑOLA
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FOTO: MAYTE SEVILLANO |
La fiesta de los jueces es un espectáculo basado en El cántaro roto, de Heinrich von Kleist. Ernesto Caballero, director del espectáculo y responsable de su dramaturgia, imagina un solemne acto en el que la cúpula de justica española, ante las autoridades políticas del país, decide ofrecer una representación teatral como colofón festivo. Para ello, han elegido un clásico del teatro sobre jueces, El cántaro roto, no sin advertir a los espectadores de su modestia como intérpretes y, sobre todo, de las profundas diferencias que existen entre la imagen de la justica corrupta ofrecida por von Kleist y la justicia moderna ejemplificada por la española actual. Naturalmente, al espectador no se le pasa por alto la intención del director: establecer un paralelismo entre la sátira de von Kleist y las lamentables e incomprensibles actuaciones que tantos jueces españoles, incluidos sus órganos de gobierno, nos ofrecen casi a diario.
El cántaro roto, de Kleist, adscrito a una estética romántica muy personal e inteligentemente asumida, denunciaba el estado concreto de la justicia de su tiempo, pero más allá de esa circunstancia específica, ofrecía una parábola sobre la Justicia con mayúsculas y sobre la condición de un ser humano abocado a la opresión humillante de los poderosos, a la sujeción a normas morales y sociales arbitrarias y a las pulsiones de sus propios instintos y pasiones, que lo convertían en un ser frágil y quebradizo, simbolizado por el cántaro que aludía inequívocamente a la pérdida de la virginidad de la muchacha. La historia adquiría así además perfiles teológicos y existenciales inquietantes, por cuanto la actitud última del inspector Walter, símbolo de la ilustración política y judicial, pero también, en última instancia, de la divinidad misma, se mostraba también corrupto a la postre, más temeroso del escándalo que pudieran ocasionar los abusos de uno de los suyos que de administrar una verdadera justicia al pueblo. La recuperación de El cántaro roto adquiere ahora el carácter de una deliberada banalización, traída a un mundo en el que los jueces no son menos corruptos que en la historia de Kleist, pero sus miras son más groseras e intrascendente su sentido moral.
La historia, enmarcada por la celebración del solemne acto judicial, se interrumpe además en algunos momentos, porque los actores-jueces interpolan frases que tienen que ver con sus propias rencillas y obsesiones, lo que obliga a reanudar la representación y a recordar la diferencia entre teatro y vida, mientras el viejo juego metateatral pone en evidencia precisamente lo contrario. Por otro lado, el refrigerio imaginado por Kleist, que servía al juez Adán para ganar tiempo, al inspector judicial Walter para tratar de reconducir la situación y al espectador para tomarse un breve descanso en la intensa acción dramática, se convierte aquí en un efecto de distanciamiento. Los jueces beben también su copa, pero no ya como personajes, sino como jueces que celebran su fiesta y brindan por una justicia sobre cuyo sentido no han sido capaces de ponerse de acuerdo. Su reivindicación de su condición de hombres y mujeres comunes –no alejados de la realidad- les lleva también a completar la fiesta con un desinhibido baile, que resulta ridículo e hilarante para los espectadores.
El desenlace responde también a un sentido del extrañamiento brechtiano y acaba con poco edificantes discusiones entre los jueces y con el cántico, solemne y grotesco a un tiempo, de un pretendido himno de la magistratura, fruto del más ácido ingenio de Ernesto Caballero. Han quedado palmariamente de manifiesto la venalidad, la intolerancia, la parcialidad y los condicionamientos ideológicos de unos magistrados que presumen de administrar impecablemente la justicia. Por si fuera poco, la relación entre el personaje del juez Adán, el protagonista de la obra de Kleist, y el juez-actor que lo interpreta, muestra un acusado paralelismo, como se encargan de remarcar algunos otros compañeros de reparto y como inocentemente desvela la actriz que encarna a Eva, la única mujer que no es realmente una jueza, pues no habían encontrado a ninguna con la edad adecuada para representar este papel y tuvieron que recurrir a ella. Se trata en realidad de una empleada de la limpieza, inmigrante latinoamericana, a quien el juez ayuda a ensayar en privado su parte y a quien ha prometido ayuda para conseguir sus papeles, algo similar a lo que Adán prometía en El cántaro roto a la joven Eva. No es preciso insistir en que la visión que se muestra de la magistratura española es demoledora. El humor, sarcástico e inequívoco, saca a flote toda una serie de abusos y taras que el espectador reconoce con facilidad y celebra con risas. El contenido, más complejo y alusivo, de El cántaro roto es leído desde la inmediatez. Puede ser un espectáculo de éxito por la oportunidad de su crítica y el reflejo acerado de la culpable banalidad que nos domina.
La escenografía está presidida por un enorme espejo, que sugiere el paralelismo entre representación y realidad, y una alfombra roja, que apunta a la solemnidad de la justicia y contrasta con su escasa equidad. Por lo demás, el amplio escenario queda casi desnudo, confiado a la evocación de un acto solemne, transformado a su vez en escenario de un teatro donde los jueces-actores soportarán el peso de la acción representada, sin más ayuda que sus togas y el vestuario evocador de una acción situada en el pasado y en un ámbito rural, y la magnífica iluminación de Juan Gómez Cornejo.
La interpretación actoral, sobre la que el espectáculo se apoya, no siempre está a la altura de las circunstancias. Santiago Ramos, en el papel del juez Adán, está sobreactuado y excesivo, histriónico en demasía y lento de ritmo. Más ajustado y preciso se muestra el trabajo de Juan Carlos Talavera, en el papel doble de portavoz del los jueces y en el del inspector Walter. Y es sugestivo el trabajo de Karina Garantivá, en su papel de Eva y de muchacha de la limpieza de unas dependencias judiciales. El trabajo de sus compañeros de reparto es, por lo general, correcto, aunque en algunos actores y en ciertas ocasiones demasiado previsible, pero funciona en el conjunto de un espectáculo eficaz, no exento de concesiones al público, si bien casi siempre comedidas y limpias.
Título: La fiesta de los jueces (A partir de El Cántaro roto de Heinrich Von Kleist)
Versión: Ernesto Caballero
Espacio Escénico y vestuario: Curt Allen Wilmer
Iluminación: Juan Gómez Cornejo
Música: Luis Miguel Cobo
Movimiento Escénico: Esther Acevedo
Ayudante de Iluminación: David Hortelano
Ayudante de escenografía y vestuario: Liza Bassi, Fernando Arzuaga
Ayudante de dirección: Antonio Castro Guijosa
Construcción de Escenografía y Atrezzo: Mambo
Decorados S.L. Versión y Realización de Vestuario: Sol Curiel
Fotografía: Mayte Sevillano
Diseño de cartel: Óscar Martín
Compañía: ElCruce
Intérpretes: Santiago Ramos (Juez Adán, magistrado 1), Juan Carlos Talavera (Inspector Walter, Magistrado 7), Silvia Espigado (Sra. Marta, Magistrada 3), Jorge Martín (El secretario Ñicjt, Magistrado 6), Karina Garantivá (Eva, su hija, Magistrada 4), Jorge Mayor (Ruperto, novio de Eva, Magistrado 8), Rosa Savoini (Sra. Brígida, Magistrada 5), paco Torres (Veit, padre de Ruperto, Magistrado 2).
Dirección: Ernesto Caballero
Estreno en Madrid: Teatro del Canal (Sala Verde), 1 – IX - 2010
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SANTIAGO RAMOS |
FOTOS: MAYTE SEVILLANO |
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