RICARDO III
SHAKESPEARE CON ACENTO GALLEGO
Título: Ricardo III.
Autor: William Shakespeare.
Versión: Manuel Guede Oliva.
Espacio escénico: Francisco Oti Ríos.
Ambientación: Eduardo Canedo.
Iluminación: Juanjo Amado.
Espacio Sonoro: Guillermo Vázquez.
Vestuario: Argimiro Rodríguez y Concha Abad.
Estudio crítico: Manuela Palacios.
Coreografía: Xosé Candal (Colectivo danzón)
Auxiliar de dirección: Inma Antonio
Construcción de máscaras y efectos especiales:
Spencer Hartman/SFX Efectos especiales.
Fotografía: Miguel Hernández.
Producción: Centro Dramático Galego.
Intérpretes: Xosé Manuel Olveira “Pico” (Ricardo),
Marcos Viéitez (Clarence, alcalde, soldado),
Manuel Areoso (Ratcliffe, concejal, soldado),
Artur Trillo (Hastings, soldado),
Muriel Sánchez (Lady Ana, joven príncipe)
Miguel López Varela (Rivers, concejal, soldado),
Maxo Barjas (Reina Isabel),
Miguel Pernas (Buckingham, soldado),
Xulio Lago (Stanley, concejal),
Luisa Merelas (Margarita),
Toño Casais (Asesino, cura, Richmond),
Rodrigo Roel (asesino, Tyrrel, cura, soldado),
Agustín Vega (Rey Eduardo IV, cardenal, concejal, soldado),
Pancho Martínez (Catesby, soldado).
Direccción: Manuel Guede Oliva
Estreno en Madrid: Teatro Español, 30-VI-2005. |
FOTOS. MIGUEL HERNÁNDEZ |
Shakespeare describe en Ricardo III hasta donde es capaz de llegar el ser humano cuando sus ansias de poder son tan infinitas como su falta de escrúpulos. El protagonista, el duque de Gloucester, aspira a ser rey de Inglaterra, y lo consigue tras ir dejando a su paso los cadáveres ensangrentados, no solo de sus enemigos, son también de amigos y parientes traicionados. Mucho ha llovido desde que se estrenó la obra, protagonizada por Richard Burbage, apodado “Roscius”, socio del autor inglés y fundador del Teatro del Globo. Otros muchos grandes actores han interpretado desde entonces a ese ser deforme y bárbaro que se describe a sí mismo como un ser groseramente construido, sin acabar, por haber nacido antes de tiempo y sin encanto. Un papel que cualquier grande de la escena ha procurado tener en su repertorio, desde Kean hasta Al Pacino. Pero hoy, a las posibilidades de lucimiento que brinda el personaje, se han sumado otras razones que justifican que Ricardo III sea una de las obras de Shakesepare más representadas en la actualidad.
En estos momentos, cuatro puestas en escena recorren España. Además de la que nos ocupa, están las del Teatre Lliure, dirigida por Alex Rigola; Compañía Avanti, con dirección de Julio Fraga; y Arden Producciones, con la de Chema Cardeña. Aunque la información que nos ha llegado de las tres últimas es todavía escasa, sí sabemos que en la puesta en escena del Lliure la acción ha sido traída a nuestros días y que se desarrolla en un bar alter-hours. Trasladar los textos clásicos al mundo contemporáneo se ha convertido en una constante. Con ello se pretende dar fe de la vigencia y universalidad de determinadas obras, aunque a decir verdad no es imprescindible seguir esa vía, que, por otra parte, a veces no depara los resultados esperados.
No cabe duda de que Ricardo III es un texto que se presta a esa metamorfosis. El propio Manuel Guede, responsable de la versión y de la dirección de esta propuesta del Centro Dramático Galego, así lo reconoce cuando recuerda que el escritor y crítico W. H. Auden llamó la atención sobre el paralelismo existente entre el monólogo inicial de Ricardo y el discurso que Hitler pronunció para justificar la invasión de Polonia. El rey Ricardo descrito por Shakespeare es un espejo en el que se han ido reflejando las imágenes de cuantos dictadores han ido pasando por el mundo. Guede es consciente de que ni la obra de Shakespeare ni las versiones que de ella se han hecho han servido para influir en la conciencia del ser humano y evitar que tales monstruos existan, ya que bien a la vista está que siguen instalados entre nosotros. Lo que hace, pues, es mantener viva la denuncia de unas prácticas que convierten buena parte del territorio en el que se desenvuelve la política en un infierno. Cumple así la tarea que, más allá de su eficacia real, corresponde a los artistas comprometidos. Tampoco ha caído el director en la tentación de mostrar a ningún personaje concreto a través de la imagen del rey inglés, a pesar de que la observación de Auden invitaba a buscar un Hitler contemporáneo. En esta puesta en escena, la acción se sitúa en nuestro tiempo, al que nos remite el baile con el que se inicia la representación y el vestuario. La escenografía, en cambio, no aporta demasiada información sobre cuándo y en qué lugar geográfico se desarrollan los hechos. Se limita a recrear con más sentido práctico que originalidad una especie de cloaca en la que se consuman los crímenes ordenados por el tirano.
El trabajo de los actores es, en líneas generales, correcto. Todos tienen un acreditado historial. Xosé Manuel Olveira, el protagonista, ha alcanzado en Galicia una notable popularidad por su participación en numerosas películas y series de televisión, siendo muy apreciadas sus facultades humorísticas. Entre los demás, figuran no pocos nombres ligados al teatro independiente gallego, de gran solidez y, desde hace décadas, columna vertebral de vida escénica de aquella comunidad. Sin embargo, tenemos la sensación de que el reparto no es el ideal, aunque seguramente es el mejor de los posibles. Los papeles de algunos no se ajustan plenamente a sus características interpretativas, y otros están lejos de poseer las condiciones necesarias para asumir con eficacia los personajes más comprometidos. Eso pondría de manifiesto las dificultades a las que se enfrenta un Centro Dramático que ha de confeccionar los elencos con profesionales que hablen, como es el caso que nos ocupa, la lengua oficial, única en la que pueden ofrecerse los espectáculos. Tan rígida es esta exigencia que, hace unos años, se vetó la programación de Valle Inclán, el más universal de los autores gallegos, a menos de que la obra que él había escrito en castellano se vertiera al gallego. A la dificultad de la lengua hay que añadir el hecho de que en Galicia no exista ninguna escuela oficial de arte dramático.
Sin conocer las citadas limitaciones resulta difícil comprender las palabras de Manuel Guede que se recogen en el programa de mano: “Afrontar nosotros, hoy y aquí, este reto, significa, sin asomo de temeridad, creer en la energía de la profesión teatral gallega”. Afirmación que concluye con el convencimiento de que los responsables del espectáculo no deshonraran ni a su teatro ni a Shakespeare. Tiene razón, porque, sin esa energía, el Centro Dramático que dirige desde hace quince años no hubiera crecido como lo ha hecho ni ofrecido una programación de enorme interés. También es cierto que en esta propuesta nadie ha sido deshonrado, pero uno sospecha que todo el proceso de puesta en escena ha estado condicionado por la certeza de que las limitaciones en el terreno de la interpretación eran insuperables. Sólo así se comprende que, más allá de la aconsejable revisión y acortamiento del texto, las cinco horas que llevaría su representación íntegra hayan quedado reducidas a la mitad. Se teme el cansancio del espectador, pero la verdad es que éste no se produce cuando los actores logran suspender el tiempo con su trabajo.
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