RESEÑA (ABRIL 2004)
(Nº 359, pp. 16 -17)

TREMENDA VENGANZA SIN EMOCIÓN
EL CASTIGO
SIN VENGANZA


(Una escueta y bella escenografía muy sugerente
y un dominio del lenguaje teatral no logran entusiasmar)


Título: El castigo sin venganza.
Autor: Lope de Vega.
Versión: Rafael Pérez Sierra.
Espacio escénico: Adrián Daumas.
Iluminación: Daniel Vásquez y Adrián Daumas.
Vestuario: Pedro Moreno.
Música: Guillermo Rodríguez Martin.
Producción: Arcadia Teatro, Ocho y Medio Producciones.
Asesoría de verso: Roberto Alonso Cuenca.
Intérpretes: Manuel Navarro (Duque de Ferrara), Lidio Navarro (Casandra), Daniel Ortiz (Federico. conde de Ferrara), Emili Cerdá (Ricardo), Carlota Ferrer (Cintia/Lucrecia), Victor Benedé (Botín), Sonia Almarcha (Aurora), Vicente Ayala (Marqués de Gonzaga).
Dirección: Adrián Daumas.
Estreno en Madrid: Teatro Madrid, 29-1-2004.

FOTO: GONZALO HERNÁNDEZ

Sesenta y nueve años tenía Lope de Vega cuando arremete con El Castigo sin venganza (16311. Su madurez de escritor le lleva a construir una tragedia de escritura impecable y con una sólida estructura dramática. Por encasillarla en algún apartado literario podría etiquetarse como drama de honor conyugal. Y en efecto es así. Padre libertino — duque de Ferrara — con hijo natural— Federico, conde de Ferrara — que se va a casar con una mujer joven — Casandra, la hija del duque de Mantua—. El destino une a madrasta e hijastro, antes de conocer sus identidades. Ya en ese «desconocido conocimiento» surge la atracción empática. Bodas por todo lo alto, satisfacción pasional del duque y vuelta a su vida disoluta. Paralelamente, Casandra busca refugio en su hijastro. La inicial simpatía ahora se llama reprimida pasión amorosa que consiguen superar. La guerra a favor del Papa enrola al duque y le servirá como revulsivo para expiar sus muchos pecados y volver al redil. Pero esa ausencia ha minado y destruido la contención pasional de madrastra e hijastro. El lecho del duque es invadido por su hijo. El arrepentido Duque, a su vuelta, anhela, con sinceridad, el íntimo abrazo de Casandra. Un anónimo le desvela el adulterio, y el duque lo interpreta como castigo del cielo por su licenciosa vida anterior. Su maltrecha honra le obliga a matar. Tal es la ley del honor. No obstante, al mismo tiempo, debe conciliar dicho imperativo con la ley natural y la ley divina. Su interior es un ruidoso enjambre de abejas: deseo de venganza que reprime por sus principios cristianos del perdón; amor al hijo; evitar el deshonor público y ser, simultáneamente, juez, padre y marido. La solución teórica la encuentra en la posibilidad de que su hijo Federico mate a Casandra y que a su vez él muera, en justicia, por tal asesinato. De este modo consigue un «castigo sin venganza».Y en efecto ante los ojos del pueblo de Ferrara puede serlo. Viene a ser un ajuste de cuentas entre una adúltera y un asesino. Cada uno lleva su merecido. Y él, el duque, el agraviado, queda por encima del bien y del mal. Ha obrado como juez y no como persona implicada.

Este es el encaje de bolillos para que un acto criminal sea castigo y no venganza. Lo que sucede es que tal conducta le resulta al espectador, que conoce los pensamientos del duque, tremendamente maquiavélico a la par que resultado de una moral hipócrita. No así al pueblo de Ferrara que sólo conocerá el delito exterior: un adulterio con un leve matiz de incesto, una vez que son madrastra e hijastro. El pueblo podrá hablar de castigo, pero el espectador sale horrorizado porque es la mayor de las venganzas.

El tema no es nuevo. Séneca y Eurípides ya lo habían tratado en el amor incestuoso, con Fedra como única culpable. Antíoco está en la literatura antigua como el hijastro enamorado de su madrastra. Lo que parece ser la fuente más directa de Lope es una novela de Bandello, pero Lope añade un ingrediente con respecto a toda la tradición de amores incestuosos: Casandra y Federico comparten ese incesto y por lo tanto los dos son culpables y según la ley del honor tienen que morir. Han ofendido al padre, al marido y al cielo. La tribulación del duque está en matar al hijo y no tanto a la esposa.

Esta tragedia, en su cruel final, sobrepasa los límites de la venganza refinada y por lo tanto del pathos dramático. No sabría decir cuál es la verdadera intención de Lope. Da la sensación de que no solamente le interesa el alambicado razonamiento del Duque y el enfrentamiento de unos personajes apetitosos para el contraste dramático. Parece existir una denuncia ante la hipocresía de una moral institucional que vive de la apariencia. Es muy difícil ver una buena intención en la pretensión de obrar con justicia y no con pasión en el Duque.

Texto nada frecuente en los escenarios, Adrián Daumas ofrece una versión un tanto discutible y que termina por dejar de interesar al espectador. Hay aciertos, indudablemente. Entre estos está la sobriedad del espacio escénico que sabe escoger los elementos teatrales más significativos. Acertada esa enhiesta columna, sugeridora de la tragedia griega. Así mismo el colorido lumínico — sangriento — que pinta el espacio. Bien, igualmente, los elementos corpóreos y textiles que evocan el río o los diversos ambientes. Tal sobriedad y exquisita elección permite la fluidez en la transición de las escenas y el resalte de los personajes como auténticos protagonistas. Daumas se muestra como hombre de teatro que conoce muy bien el lenguaje plástico. También la dirección en cuanto al movimiento de actores. Sin embargo, la tragedia no nos llega emocionalmente; nos perdemos en la intelección del recitado, y los textos se lanzan con una falsa angustia sobreactuada. Aquí está el principal escollo: una deficiente interpretación.

Después hay otras cosas menores: la rotura de la cuarta pared. Desde el principio el duque y su alcahuete entran por el patio de butacas, y una de sus conquistas amorosas se asoma en el palco del proscenio. La pregunta es ¿para qué? Hay una respuesta posible. Al final, el Duque se dirige a los espectadores como si fuéramos el pueblo de Ferrara. Lo que sucede es que los espectadores no somos el pueblo de Ferrara, porque el pueblo no conoce la maquiavélica reflexión del Duque y nosotros sí. Gratuito es, pues, la rotura del Teatro a la Italiana.

Dentro de la confusión verbal — no siempre — hay otra: la de las muertes finales. Quien no conoce la función — lo he comprobado — no sabe qué es lo que sucede entre cajas. Hay un pequeño lío de muertos.

La imponente tragedia de este Castigo sin venganza no llega a emocionamos en ningún momento.

 

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José Ramón Díaz Sande
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