HIMMELWEG
(CAMINO DEL CIELO)

UN ESPLÉNDIDO TEXTO

Título: Himmelweg (Camino del cielo).
Autor: Juan Mayorga.
Escenografía: Jon Berrondo.
Iluminación: Albert Faura.
Música: Luis Delgado.
Vestuario: Alejandro Andújar.
Intérpretes: Alberto Jiménez (Hombre de la Cruz roja),
Pere Ponce (Comandante), José Pedro Carrión (Gottfried),
Eva Trancón (Mujer 1), Gerardo Quintana (Hombre joven),
Sara Illán (Mujer 2), Tamara Bautista/Gara Muñoz (Niña),
Daniel Llobregat (Chico 1), Cristian Bautista/Adrián Portugal
(Chico 3), Paris (Chico 3), Gabriel Andujar (Chico 4),
Aníbal de Vega (Chico 5), Miguel Gabín (Hombre de los globos),
Jaroslaw Bielski (Voz en off).

Dirección: Antoni Simón.
Estreno en Madrid: Teatro María Guerrero
(Centro Dramático Nacional), 18 – X - 2004.



FOTOS: ROS RIBAS

Himmelweg es un texto que confirma la madurez de Juan Mayorga. Un dramaturgo que desde hace unos años viene presentando de manera discreta, casi silenciosa, pudiera decirse, propuestas de carácter crítico y de hondo calado intelectual, plenas, sin embargo, de teatralidad y escritas en un lenguaje afilado y sugerente. Ni siquiera falta en ellas el humor, un humor siempre sutil, más insinuado que desarrollado, y, en ocasiones, amargo y hasta doloroso. No se comprende que a algunos el teatro de Mayorga les parezca difícil, heterodoxo o abstruso. Es un mal síntoma, un índice de la situación lamentable del teatro en España - o en Madrid, al menos - y de la falta de capacidad de cierta crítica para acercarse a cualquier propuesta que no siga un itinerario mil veces transitado o que no se ajuste a una plantilla ya gastada por el uso. O que no sea capaz de realizar el esfuerzo mental de percibir un texto dotado de una cierta densidad intelectual y escrito en un lenguaje que desea apartarse de la verborrea manida y empalagosa que domina en tantos medios de comunicación, estéticos o políticos.

La obra de Mayorga tiene personalidad propia y no renuncia a planteamientos rigurosos, desde el punto de vista dramático y desde el punto de vista intelectual, que vierte en un discurso inequívocamente escénico, novedoso y limpio, pero enraizado en una fecunda tradición teatral que el escritor demuestra conocer y haber asimilado perfectamente. Su trayectoria demuestra una voluntad de exigente y laboriosa de encontrar su propio camino en el teatro, camino que ha confirmado ya con títulos como Cartas de amor a Stalin, El gordo y el flaco, La boda de Alejandro y Ana (con Juan Cavestany) Animales nocturnos, Últimas palabras de Copito de nieve y ahora con Himmelweg.

La literatura dramática de Mayorga suele tomar como punto de partida un episodio histórico o literario o un motivo que entronca con una cierta mitología popular, pero ese material queda pronto trascendido y convertido en una imagen del hombre contemporáneo, una imagen que universaliza y sugiere, que amplía de manera prodigiosa la significación que inicialmente pudiera tener. Y cabe encontrar en este aspecto un cierto sentido del humor, en cuanto que esa relación que se propone entre el motivo de partida y su capacidad de sugerencia parece, a primera vista, deliberadamente desproporcionada, abismal, pero finalmente inquietante y precisa, como si se tratara de una broma malévola y comprensiva a la vez, como si los más profundos enigmas relacionados con aspectos de la maldad del mundo se saldaran con una sonrisa, consecuencia del proceso que los deja al desnudo ante nuestros ojos. Esta insólita capacidad de asociación proporciona además el sentido último de la teatralidad de Mayorga, que responde, a su vez, a la pretensión reveladora del mejor teatro de todos los tiempos.

Himmelweg parte de un suceso histórico: la visita realizada por un delgado de la Cruz roja a un campo de concentración. Pero, como el propio dramaturgo ha explicado, no se trata de una obra histórica. No es una reconstrucción documental de un episodio situado en el período de la dominación nazi, aunque, indudablemente, Himmelweg pueda contribuir a la reflexión sobre las razones y las circunstancias de aquel aciago período. Himmelweg es, ante todo, teatro. Es un ejercicio dramático que desvela la capacidad de impostura que posee el hombre contemporáneo y que lleva minuciosamente a cabo por medio de los instrumentos sociales, políticos y comunicativos de los que los hombres se dotan para construir un mundo aparentemente perfecto, pero deshumanizador, basado en la explotación, y criminal a la postre. Sin embargo, la construcción de ese mundo se exhibe cínicamente, obscenamente, sin escrúpulos, con la conciencia tranquila, y es aprobado con una ingenuidad beatífica por quienes se dicen garantes de derechos y libertades, por quienes se erigen en portavoces de la filantropía y, acaso sin ser plenamente conscientes de ello, acaban contagiados por el discurso de los verdugos a quienes dicen vigilar.

El teatro de Mayorga ha procurado habitualmente ahondar en las razones y en los métodos esgrimidas y utilizados por los totalitarismos y por las construcciones políticas más reaccionarias, precisamente para comprender y desvelar su fuerza, su capacidad de incidir sobre la sociedad y de trastornar y corromper los valores que consideramos justos. Y, simultáneamente, de ponderar las posibilidades de resistir a ese empuje por parte de quienes no comparten esas opciones o incluso de quienes pretenden oponerse intelectual y vitalmente a ellas. Así, su teatro puede detectar fragilidades, y hasta en ocasiones la impotencia de las buenas intenciones, como sucede con este delegado de la Cruz roja, quien, en el largo parlamento que abre la función, trata de justificarse y de convencernos a los espectadores de que obró de buena fe, pero se lamenta de no haber podido desenmascarar el engaño que se escondía tras aquella imagen idílica de la ciudad experimental para los judíos deportados. El parlamento está dotado de un extraordinario sentido de la teatralidad, porque al relato de los hechos se superpone todo un discurso de justificación que obra exactamente el efecto contrario: los espectadores descubrimos que no supo, no pudo o acaso realmente no quiso ver lo que se ocultaba bajo aquella representación teatral, pese a que, como más tarde comprobaremos, dispuso de algunos indicios que pudieron haberle hecho dudar de la versión oficial. Su figura resulta patética, primero, a medida que avanza su monólogo, después, cuando se nos desvela la trama que encubrió la realidad sucia y brutal, de la que, desde la posición privilegiada del espectador, a quien todo se le muestra desde nuestro conocimiento de la Historia, tenemos cumplida noticia. A su vez, el cuerpo del drama nos enseña la actuación de aquellos judíos, internos del campo, que engañados por la posibilidad de la liberación y de la vida, trabajan fatigosamente como cómplices del poder en el proceso del engaño en el que los suyos sucumbirían. Sólo el grito de la niña -el personaje teóricamente más débil- aporta un elemento discordante en esta espiral de credulidad. La técnica de las cajas chinas - el engaño dentro del engaño - vuelve a mostrar la eficacia de esa crueldad que el teatro pone de manifiesto luminosamente.

Pero el dramaturgo no busca la censura moral ni la disculpa, sino el deseo de entender los mecanismos intelectuales, psicológicos y morales que funcionan en estos procesos de adulteración sistemática de la verdad. La situación se vuelve más escalofriante aún cuando consideramos que no se trata tan sólo de un hecho de carácter histórico -por terrible que sea- sino que el dramaturgo nos lo propone además como metáfora de nuestro tiempo, dominado por la impostura, por la falsificación de una realidad que se nos desvanece, manipulada por medios y por gentes poderosas de los que, quizás sin ser conscientes de ello, terminamos por ser cómplices. Y así, el teatro de Mayorga maneja poderosamente el concepto clásico de anagnórisis, de reconocimiento, un reconocimiento que inevitable produce desasosiego y dolor.
 


ALBERTO JIMÉNEZ
Muchos son los referentes que pueden buscarse a este brillante texto dramático. Desde la tragedia griega a algunas manifestaciones del teatro brechtiano y del teatro documento, pasando quizás por el teatro de Calderón o de Shakespeare y sus reflexiones sobre los mecanismos del poder y sobre la incertidumbre de una realidad que se nos aparece como segura y que no es sino sombra, representación o sueño. Y entre los referentes más próximos, tal vez quepa pensar en el teatro político de Pinter o el de Sanchis Sinisterra. Algunos han apreciado también la huella - ¿inconsciente? - del mejor Buero y sus reflexiones sobre el delicado, controvertido y hasta paradójico papel del intelectual en una sociedad contemporánea, equívoca y convulsa. Y cabría pensar también en influencias literarias y filosóficas diversas, pero, detrás de todo este entramado cultural, emerge la figura de un dramaturgo de pulso seguro y de escritura y sólida, capaz de crear su propio mundo teatral y construir uno de los más interesantes textos dramáticos que se han escrito en España durante la última década, a pesar de la miopía de algunos que no han sabido apreciarlo.

Ha de agradecerse al Centro Dramático Nacional su voluntad de llevarlo a los escenarios y de aportar para ello los medios suficientes, aunque, lamentablemente, el resultado queda muy por debajo de las intenciones y, desde luego, de la calidad y la modernidad del texto.

La escenografía, imponente, empequeñece el espacio por el que transitan los actores y, consecuentemente a los personajes mismos. La acción queda banalizada por momentos, perdida entre construcciones y artilugios, que ocultan la paradójica verdad falseada y que impiden que se muestre desnuda, desagradable, como quizás exigiera la situación dramática.
 

PERE PONCE

JOSÉ PEDRO CARRIÓN
La interpretación, aunque correcta en su conjunto, es desigual y, en ocasiones, decepcionante. Descuella el impresionante trabajo de un maduro José Pedro Carrión, sólido, brillante, tanto que parece personificar él solo la historia toda. Correcto, pero a mi entender insuficiente, es el trabajo de un buen actor como es Alberto Jiménez, pero que en esta ocasión está lejos del interés dramático de un personaje que no se limita a informar, sino a revelar, a pesar de sí mismo, el verdadero trasfondo de su drama. Bastante menos acertado está Pere Ponce, que compone un muy endeble comandante, basado en los clichés más previsibles e incapaz de mostrar esa diabólica magia, esa capacidad de seducción de que el dramaturgo dota al personaje. Más interesante resulta la labor de los actores que encarnan a los personajes secundarios, como Eva Trancón, por ejemplo.

Sin embargo, las objeciones que pueden plantearse no deben empañar la valentía del CDN a la hora de programar un espectáculo como Himmelweg, que debiera constituir un hito en la historia de la institución.

 

Más información

           HIMMELWEG - Entrevista

 


Eduardo Pérez – Rasilla
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