RESEÑA
(JULIO – AGOSTO, 1979)
(Nº 121, pp 21 – 22)

SOPA DE POLLO CON CEBADA

ARNOLD WESKER

DEL TIEMPO, LA DECEPCION, LA FE

(Crítica aparecida en Reseña. En aquellos años el teatro Bellas Artes
era la segunda sala del Centro Dramático Nacional y estaba
dedicada a textos de tipo alternativo o autores conflictivos).


Título original: Chicken soup with barley.
Autor: Arnold Wesker.
Adaptación de Ramón Gil Nogales.
Escenografía y vestuario: Joseph M. Espada.
Dirección: Josep M. Segarra y Josep Montanyes.
Intérpretes: Irene Gutiérrez Caba (Sarah), Agustín González (Harry), Imanol Arias (Ronnie) y José M. Resel, Fernando Valverde, Juan Antonio Castro, Francisco Hernández, Encarna Paso, Carmen Fortuny, Concha Leza.
Estreno en Madrid: Bellas Artes, mayo, 1979.

IRENE GUTIÉRREZ CABA
AGUSTÍN GONZÁLEZ

El último montaje de la temporada 78-79 del Centro Dramático Nacional llegó con los primeros calores, cuando casi se da por terminada la época de estrenos, cuando los acontecimientos han precipitado los balances del año y el cambio de dirección hace pensar en la temporada próxima. Es una pena, porque Sopa de pollo con cebada ha entrado en nuestra cartelera madrileña como un hijo póstumo y en realidad merecía un eco mayor, tanto por la altura de su autor y la profundidad de su temática, como por la seriedad de su realización.

Si toda obra expresa a su autor, hay ocasiones en que resulta especialmente importante conocer al hombre, porque su sombra es perceptible a lo largo de sus textos, en ambientes, vocabulario, tipos humanos evocados, problemas planteados. Así, ante el espectáculo del Bellas Artes parece interesante recordar que Arnold Wesker nació en el East End londinense, descendiente de judíos; que probó
multitud de oficios, entre ellos el de cocinero en París... De todo ello encuentra ecos el espectador, porque estamos ante una pieza en la que lo autobiográfico da al texto una inmediatez y verismo muy especiales. Y no podía ser de otro modo, puesto que Wesker se sitúa en la llamada generación de los “jóvenes airados” ingleses, cuyo rasgo distintivo es, entre otros, el de abandonar planteamientos más o menos intelectuales para traer a la escena un realismo desafiante, la vida en toda su inmediatez, convencidos de que basta dejar hablar a la realidad cotidiana.

Centrado así el espectador (hay que alabar de paso el complemento informativo de los programas del Centro Dramático, incómodos de formato, pero ilustrando oportunamente al público medio), el telón se descorre ante un primer acto muy vivo, que nos sitúa en casa de una familia comunista del Londres de 1936. Madrid y el “no pasarán” inflaman el espíritu revolucionario del momento, la manifestación callejera, la lucha. Diez años más tarde, las aguas corren más mansas para la familia Kahn; han cambiado su sótano por un piso y, lo que es más importante, la hija, cansada de luchas interminables, sólo aspira a una vida pacífica en el campo: está harta de revolución. La grieta no ha hecho más que iniciarse, porque al cabo de otros diez años todos los entusiastas revolucionarios del primer acto se han convertido en tranquilos ciudadanos relativamente satisfechos ante el televisor. Todos menos Sarah, la madre de familia, que conserva la semilla del inconformismo para no sentirse muerta.

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Lo expuesto hasta aquí no es sino una línea narrativa de la acción. Pero la obra encierra otras posibles lecturas; y esta variedad de versiones es uno de los mayores logros del texto, que lejos de simplificar un tema que tanto se presta a simplificaciones) las expone en toda su ambigua polivalencia. Y de este modo, en la explicitación progresiva de las ideas de Sarah o el desmoronamiento inexorable de los que la rodean, se pueden leer a un tiempo el fracaso y la victoria. En la línea del fracaso, Wesker relativiza los optimismos socialistas dejándonos ver cómo los hombres nos adaptamos más o menos al entorno tras unos logros muy parciales. En la línea de la victoria, exclusivamente encarnada por Sarah, el autor nos plantea la necesidad de luchar por encima del cansancio de otros, de no dar por acabada la batalla mientras quede injusticia sobre la tierra. Personificadas en el matrimonio protagonista, quedan presentadas la vida y la muerte; sin metafísicas ni poesías, sencillamente como actitudes vitales cotidianas que desembocan en el dinamismo esperanzado de Sarah, o en el sórdido vegetar de Harry, su marido. Cabe aún resaltar algún otro hilo de esta compleja trama, como es el del tiempo; porque es el paso de los años el que nos permite ver la realidad. Las palabras son desmentidas por los hechos, y hasta Ronnie, el joven hijo que encarna el futuro, será vencido por el tiempo. Puede incluso afirmarse que es el tiempo el protagonista de la obra de Wesker.

El tiempo, la vida y la muerte, la victoria o el fracaso vitales son temas muy serios. En manos de un autor mediocre puede temerse un verdadero panfleto. Afortunadamente no es éste el caso. Estamos ante un texto sin grandes pretensiones formales, pero que guarda en ‘su sobriedad toda la fuerza de estos hitos humanos. Una vez más, a pesar de la actitud desafiante de los “jóvenes airados”, los textos dramáticos ingleses reflejan una coherencia, madurez y verosimilitud que suponen toda una escuela de siglos.

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La versión madrileña de esta Sopa de pollo recoge la experiencia del montaje de Barcelona, meses antes. Los directores Segarra y Montanyes, como Espada, el escenógrafo, han sido los mismos en ambas ciudades. Se comprende después de lo dicho que hayan optado por una presentación absolutamente realista del espectáculo. Realismo que en este caso no es, evidentemente, resultado de una postura facilona; sino una opción consciente y presente ya en los autores ingleses de esta generación, convencidos de la fuerza expresiva de los montajes realistas. Lo cierto es que otras realizaciones de esta misma temporada teatral (del mismo Centro Dramático, sin ir más lejos) habían explotado las amplias coreografías o las escenografías abigarradas; y ahora se siente el contraste. Pero ni los “airados” admiten alardes escenográficos, ni la calidad del texto de Wesker necesita apoyos visuales, como ha ocurrido con otros textos más deficientes. El vestuario y la escena ofrecen unos constantes tonos apagados, grisáceos y marrones, en perfecta armonía con la cotidianeidad de la acción.

Ante esta escena austera, la labor de los actores exige de ellos unas calidades muy sutiles. Irene Gutiérrez Caba sale airosa de su difícil cometido gracias a su indiscutible profesionalidad; más redonda es la incorporación que Agustín González hace de Harry, quizá más fácil como personaje. Hay momentos del tercer acto en que ambos resultan patéticos en su sobriedad.

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Hay que subrayar finalmente la actualidad de esta pieza. Escrita hace unos veinte años, las circunstancias españolas le devuelven una vigencia total. Más aún, tiene hasta un margen de profecía. Porque en una España recientemente democratizada, y no del todo, la mayoría de los ciudadanos no ha tenido aún tiempo de sentirse defraudados; pero es de suponer que dentro de una escasa decena de años la frustración podrá afectar a muchos actuales optimistas. Y entonces el recuerdo de la Sarah luchadora de Wesker cobrará su verdadera dimensión de reto ante el cansancio, de fe en el hombre por encima de toda decepción.

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JUAN LUIS VEZA
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