RESEÑA (1980)
(Nº 129, pp. 20 – 21)

LA VELADA EN BENICARLO

(La amarga lección de la intolerancia)

(En su momento la revista Reseña analizaba el insólito proyecto
de llevar a Azaña sobre el teatro, a través del crítico Miguel Medina Vicario.
La empresa era bien recibida)


Título: La velada en Benicarló.
Autor: Manuel Azaña.
Adaptación teatral: J. L. Gómez y J. A. Gabriel y Galán.
Intérpretes: José Bódalo, J. José Otegui, Agustín González, Fernando Delgado, Eduardo Calvo, Carlos Lucena, J. Antonio Gálvez, M. Jesús Sirvent y F. López Tapia.
Música: Luis de Pablo.
Dirección: J. L. Gómez.
Estreno en Madrid: Bellas Artes, (1980).
 

Esperando un tren que nunca llega.

CIEN años del nacimiento de Manuel Azaña, 1880. Cuarenta de su muerte en el destierro (3 de noviembre 1940), que vienen a coincidir —nada casualmente, por supuesto— con los que ha permanecido en forzado silencio “nacional” como intelectual y político (o, lo que es peor, en su equivalente más despótico: brutalmente despreciado). Las fechas resultan aquí especialmente frías, desalentadoras. Gran parte de nuestra historia se encuentra así, coagulada en el desaliento, esperando que algún calor aperturista la devuelva al mundo de la memoria colectiva. Que un sector de nuestro desajustado teatro tenga a bien serenar sus pasos a través de un olvidado texto de Azaña, justamente el 3 de noviembre, y se conmemore con ello la posible vuelta del presidente de la República a nuestro ensayo histórico, algo querrá decir. Quizá sea un síntoma más de que los eternos “hunos” y “hotros”, así ortografiados irónicamente por Unamuno, deben ir pensando su demoledora carga juntos, los resultados de tanto bárbaro apasionamiento.

De la épica a la dramática

En pocas ocasiones encontró la política española un semblante tan peculiar como el de M. Azaña, ni el presidente de la República pudo apurar sus días en momento más conflictivo. No cabe parcelar, con rigor, su faceta intelectual de la puramente pública. Allí donde se encuentre uno de sus trabajos creativos, se podrá respirar un constante aliento político y, en justa compensación vocacional, toda su in
tervención política se encuentra salpicada de sustancia creativa. El que fuera mito republicano y presidente del Ateneo de Madrid, se enfrenté siempre a su doble actividad bajo dos grandes principios: razón y civilización. Y fueron ellos mismos, salvando errores y aciertos. los que terminaron marcando el drama de su existencia.

“La velada en Benicarló” nace en un momento de extrema angustia nacional, 1937. La España “negra” — la de Quevedo. Goya, Valle y Solana — se había lanzado a
las trincheras primero y a la calle después, en busca de sus propias cenizas. El terror dislocado era ya un grito genérico que los diques de la moderación eran incapaces de contener. El discurso ideológico de Azaña aparece, pues, como el último aliento de la derrota: dejar el patético testimonio a las generaciones futuras. El autor pone la llamada de socorro en boca de uno de sus personajes: “Esta guerra no sirve para nada, no resolverá nada.” Necesitaba Azaña realizar un último esfuerzo por objetivizar la locura civil y ordenar sus raíces y consecuencias. El relato compendia un grupo de ideologías — las más significativas del momento —, enmarcadas en una situación límite, a un paso de la muerte, entre los muertos.

Para los que ya habían reparado en el texto literario, la propuesta anunciada por J. Luis Gómez significaba un reto apasionante y apasionado. El fárrago ideológico, desgarrador, parco en acción y rico en verbo, carecía de los principios básicos imprescindibles para ser dramatizado. J. A. Gabriel y Galán y el mismo J. L. Gómez entraron en la adaptación con propósitos de minuciosidad; apuntalando esencias y procurando presencias. Se trataba de recuperar uno de los testimonios más enriquecedores de la gran mascarada civil. Los espectros dibujados por Azaña podían muy bien resistirse a salir de la narrativa para convertirse en elementos vivos, capaces de hacer cómplice de su drama a una sociedad distante y, quizá, mal sensibilizada con el pretérito.

La sobria contundencia de la palabra

Una costumbre perdida: teatro de ideas. Imposible resultó experimentarlo, cierto, cuando la dictadura arremetió contra todo lo que representara crítica. Superadas las dificultades oficiales, los nuevos presupuestos sociales, artísticos y económicos, continuaron impidiendo su práctica. Esta vieja y ya casi olvidada fórmula, única vía formal para lograr una adecuada recuperación de “La velada”, provocaba insolentemente a las corrientes teatrales de moda. ¿Cómo confiar plenamente en la palabra cuando la plástica y la visualización imponen sus criterios?

La acción es centrada (variando la propuesta de Azaña) en una estación de ferrocarril donde los personajes esperan “partir” en un tren que nunca llega para ellos. La meta de su viaje sólo es desvelada al final: la muerte. Porque estas partes vivas de España no tienen más que un horizonte, el destierro definitivo de su desaparición. Apenas un espacio escénico vacío: cúpula acristalada de la estación, un viejo aparato de radio y algunas maletas. La fantasmagórica reunión de nueve personas que se comunican por última vez por medio de esa nerviosa comunión de quienes paladean los últimos momentos de su existencia y saben que de toda su sinfonía existencial, son justamente aquellas postreras notas las que encierran el valor supremo de la confesión histórica.

La figura de Azaña aparece dividida en dos de sus personajes: Garcés, ex ministro, y Morales, escritor. Pero cabe preguntarse hasta qué punto estos nueve fantasmas. pálidos por la derrota, demacrados por el terror, no son otras tantas facetas contradictorias de un mismo ser: su autor. La política, el arte, el ejército, las finanzas… Un variopinto panorama humano aferrado todavía a la polémica, mientras los rebeldes desarticulan toda esperanza republicana de libertad. La República se escapa, sí, y allí se especula utópicamente sobre la importancia de la revolución por encima de la contienda civil; la importancia de la vida humana por encima del arte, valor supremo del espíritu. iTodo estéril ya! Pero en el fondo de esta polémica, Azaña y sus adaptadores resaltan un fin concreto, superior: advertir sobre los horrores de la lucha fratricida. Así, cuando los personajes desaparecen, víctimas de un bombardeo, sobreviven las últimas palabras del presidente republicano en una agonizante llamada a la paz, la reflexión y la razón.

Esta espléndida y arriesgada penetración en las fórmulas realistas, sin renunciar por ello al impresionismo de los sonidos o al simbolismo de la música —nostalgia del destierro y pasión de Azaña—, encuentra sus principales pilares, lógicamente, en el trabajo actoral. Cada uno de los intérpretes ha sabido medir con precisión sus posibilidades, entrando con respeto y conocimiento en sus respectivos personajes. El cálido mosaico de psicologías individuales y la cadencia de un conjunto armónico, encierran al espectador en una atmósfera de compartida tragedia.

De todo este cuidado estudio y ejecución nace, en definitiva, un cálido espectáculo, resultado sólido de un trabajo medido por un consistente grupo de profesionales entregados a un mismo fin artístico.

Más información

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           AZAÑA, UNA PASION ESPAÑOLA - Crítica


MIGUEL MEDINA VICARIO
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