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THE LITTLE MATCH GIRL
(LA PEQUEÑA CERILLERA)
(LA NIÑA DE LOS FÓSFOROS)

DEJAR HABLAR A LA IMAGEN

El bicentenario
de
Hans Chistian Andersen
en el Festival de Otoño
ha sido recordado con dos títulos:
The little Match Girl
y el montaje de
Robert Lepage: The Andersen Project

 


Título: The little match girl
Autor: Hans Christian Andersen
Dramaturgia: Dan Jemmet
Escenografía: Dick Bird
Vestuario: Sylvie Martin-Hyszka
Iluminación: Arnaud Jung
Producción: Polimnia & BUREAU DIX en coproducción con Hans Christian Andersen
Foundation, Vereinigte Buehnen Wien, Théâtre de la Ville, Paris, Ortiga Festival, Sicilia y Théâtre National de Luxembourg.
Música: Martyn Jacques
Grupo Musical: The Tigre Lillies
Composición, voz y acordeón: Martyn Jacques
Percusión: Adrian Huge
Contrabajo: Adrian Scout
Dirección: Dan Jemmet
Intérpretes: Laetitia Argot (la niña cerillera) y Bob Goody (anciano)
Idioma: inglés con subtítulos
Duración aproximada: 1 hora (sin intermedio)
Estreno en España
Estreno en Madrid: Teatro Fernando de Rojas (Círculo de Bellas Artes) 13 – X -2006

LAETITIA ANGOT
FOTO: RICHARD HAUGHTON

The littel match girl (La pequeña cerillera o La niña de los fósforos) es un cuento, de los más tristes, de Hans Christian Andersen (Odense (Dinamarca), 2 de abril de 1805/ 4 de agosto de 1875). Casi no pasa nada: una niña que vende cerillas en la calle, muere congelada de frío. Mínimo de acción y de texto. No es fácil llevarla a escena, porque casi no sucede nada.

El bicentenario del nacimiento de Andersen ha llevado al grupo musical The Tigre Lillies (1989), liderado por Martín Jacques y al director británico Dan Jemmet – afincado en París desde hace 10 años - a escenificar este cuento de Andersen que en España también se ha traducido como La niña de los fósforos.

Es un cuento breve en el que como en otros cuentos de Andersen, la muerte como liberadora viene en apoyo de una existencia triste y desamparada. La infructuosa venta de las cerillas, le lleva a la niña a que pueda calentarse durante el tracto de tiempo que la llama se mantiene encendida. Y en cada llama ilumina un mundo de deseos y esperanzas que desaparece en cuanto la llama se extingue. En el cuento hay una figura a la que la niña teme sin no vende las cerillas. Una versiones hablan de una madrastra: “su madrastra la maltrataría” y otras de un padre: “su padre le pegaría


BOBO GOODY
FOTO: RICHARD HAUGHTON
Dan Jemet idea una peculiar puesta en escena y para nada se plantea el cuento para niños, como siempre nos imaginamos que hay que hacer con Andersen. Es una fábula para adultos. Parte de 12 canciones que el grupo The Tiger Lillies había compuesto para The Little Match Girl, con motivo de este bicentenario de Andersen. Este grupo acostumbra a inspirarse en historias ajenas que luego traslada a sus canciones. Su estilo campea por los bajos fondos del Soho, bebe del Berlín musical de Kurt Weill y los cantantes de “blues” y de cabaret son sus pilares, según confesión propia. Por lo tanto una apoyatura fuerte para Jemmet es la base musical. Y estando las cosas así se podría hablar de una “pequeña ópera”, en la que hay una disociación entre los cantantes y los personajes. Ellos – los personajes - no cantan sino que son como intérpretes de una película muda. En declaraciones del propio Jemmet, el director de cine D. W. Griffith fue una de sus mayores inspiraciones con su película Lirios rotos (1919), interpretada por Lilian Gish, cuyo personaje transita, sola, por las calles en una serie de encuadres muy cerrados.

Canciones por un lado e imágenes por otro. El modo de fusionarlas me ha recordado al sistema que, en el medioevo y en los posteriores siglos, utilizaban los cuenta-cuentos o los cronistas de crímenes callejeros que desenrollaban un tapiz con una serie de viñetas y un cantor iba entonando la historia o informándonos de los que uno y otro personaje decía.  

En esta ocasión el tapiz se transforma en una embocadura de teatro que se repite una y otra vez como cuando un espejo refleja la misma imagen y se multiplica hasta el infinito. Cada embocadura posee su telón-cortina rojo que se abre y se cierra mostrándonos las imágenes de la cerillera acosada por las adversidades y consolada por sus ilusiones. A los dos lados de la primera embocadura y fuera de ella dos ambientes. En uno, el grupo musical con el cantante Martyn Jacques; en el otro, la alusión a la vivienda de la cerillera y un anciano bebedor ¿su padre? – en esta versión se recurre al padre y no a la madrastra - que se concreta en una mesa y una nevera.


LILIAN GISH

Es toda una concepción novedosa a caballo entre el cuenta-cuentos medieval y el cine mudo, también comentado por los títulos y la música. Las 12 canciones de Martyn Jacques son propiamente la narración verbal y su apoyo musical crea los ambientes. La voz, a veces en falsete, de Martyn crea el climax de cada escena.

Laetitia Angot  y Bob Goody dan vida, respectivamente, a la niña y al anciano padre, un deshecho social animado y destruido por el alcohol. No hay diálogos para ellos. Los dos incorporan bien sus personajes, aportando una gran expresividad. Esta elección muda sirve a la narración de Andersen, en la que los lectores parecemos una especie de “voyeurs” que solamente observamos desde una ventana. O bien, simplemente transeúntes. Hay, por tanto, una puesta en escena original, en la que la imagen es muy sugerente. Se han escogido momentos cruciales de la historia familiar y de la historia callejera y a través de ellos se nos da una visión triste y enternecedora de los dos personajes.


The Tiger Lillies
FOTO: RICHARD HAUGHTON
 
El hecho de recurrir al teatro dentro del teatro y dentro del teatro con esas sucesivas embocaduras, además de lo apuntado de una adaptación moderna del cuenta-cuentos, produce un cierto efecto distanciador. Si tenemos en cuenta las declaraciones del propio director, con este tratamiento rememora a sus padres – cómicos de teatro popular – y al mismo tiempo evoca la incineración de su propio padre, después de la muerte: “el ataúd se perdió detrás de un telón que también se cerró”. La muerte en Andersen es casi una obsesión. Y la muerte es el final benefactor para la niña cerillera. Y la muerte, en realidad, es hacer caer el telón en la vida de una persona. El telón siempre es el final de una obra o una situación. La propuesta de Jemmet, más allá de la historia de Andersen, termina por ser una reflexión sobre la crueldad de la vida y la liberación final hacia un mundo mejor.

La duración del espectáculo – 1 hora – está en su punto justo. El ritmo de cierta lentitud es el adecuado y viene pautado por las propias canciones que poseen melancolía, alegría o esperanza. Ellas nos comunican el  estado de ánimo de cada situación y Martyn Jacques, con sus registros varios, recrea el “pathos” de cada situación. Imagen y música componen un bello poema dramático-musical.

La muerte, en Andersen, le llega a la niña por congelamiento.  Las cerillas, por su luz y calor, son la vida. La luz ilumina un posible mundo que a ella se le ha negado y el calor regula temperatura corporal para poder vivir. En la versión de Jemmet, la niña muere también congelada, pero aquí el director da un salto casi surrealista. La niña se encierra – entierra – en la nevera de la casa. Una imagen llena de connotaciones, puesto que los cadáveres van a las cámaras frigoríficas mientras no se desentierran o incineran. Muchas de esas cámaras están destinadas a los muertos sin identificar o a los asesinados. Jemmet parece hacer, también, un homenaje a todos esos seres que pasan por la existencia sin que nadie los reclame para nada, ni en la vida ni en la muerte.

Esta es la gran virtud de lo que nos ofrece Jemmet: una narración escénica en el que deja hablar a la imagen, llena de connotaciones como cuando contemplamos un cuadro.

A pesar de lo dicho, no todo el público estuvo conforme. El día que asistí a la representación – no en el estreno - hubo cierto desconcierto y se insinuó un discreto pateo, ahogado por los aplausos.


José Ramón Díaz Sande
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