RESEÑA (FEBRERO 1964)
NUM. 1, PP. 56 -59

LOS TARANTOS
FRANCISCO ROVIRA BELETA

En febrero de 1964 aparecía por vez primera RESEÑA, revista orientada hacia el comentario y crítico sobre arte, poesía, narrativa, teatro y cine. En la sección de cine la película, sólo dos películas se comentan Cleopatra de J. l. Mankiewicz y Los Tarantos. Esta última recibía una elogiosa interpretación a todos los niveles. Es curioso como Antonio Gades, a pesar de su original y espectacular baile, pasa desapercibido para el crítico. No lo menciona.


Título: «Los Tarantos».
Año 1963.
Nacionalidad: España.
Producción: Tecisa.
Argumento: Inspirado en «La historia de los Tarantos», de Alfredo Mañas.
Guión y diálogos: Alfredo Mañas y Francisco Rovira Beleta.
Realización: Francisco Rovira Beleta.
Fotografía: Massimo Dallamano.
Música: Motivos populares.
Montaje: Emilio Rodríguez.
Decorados: Juan Alberto Soler.
Sistema: Normal.
Color: Eastmancolor.

DANIEL MARTIN/SARA LEZANA

Intérpretes: Sarita Lezana (Juana), Daniel Martín (Rafael), Carmen Amaya (Angustias),
Antonio Prieto (Rosendo), Margarita Lozano (Isabel), Antonio Gades (Mojigongo),
José Manuel Martín (Curro), Carlos Villafranca (Salvador), Antonia Singla «La Singla» (Sole),
Aurelio Galán «El Estampío» (Jero), Antonio Escudero «El Gato» (Juan), Antonio Lavilla (Sancho),
Francisco Batista (Picao segundo), Antonio Batista (Anselmo), Manuel Guisa (Amigo de los Picaos),
María Bautista (Novia).


Los rótulos de presentación de Los Tarantos van sobre imágenes que, con movimientos retardados, siguen a un grupo de gitanos y gitanas que conducen un carricoche de humildes mercancías desde la barriada de Somorrostro hasta el Paralelo barcelonés. El fondo sonoro de esa breve introducción, que nos situará inmediatamente en el clima dramático del tema, se limita a la música estremecedora de un zapateado de Carmen Amaya. Al final de la película, cuando la tragedia llega a su culminación y en la cuadra de caballos de la Plaza de Toros va a cumplirse el castigo, otra vez ese magistral zapateado de la inolvidable bailarina subraya con su emocionante sinceridad los pasos de la desolación que acarrean los odios, las incomprensiones y las venganzas.

La danza flamenca es la única del mundo que se basta a sí misma, que puede prescindir de todo acompañamiento musical - cosa imposible para la danza clásica o académica - y recorrer con la maravilla rítmica del zapateado como recreo del oído y con la elocuencia de unas manos expresivas y de unas cinturas cimbreantes todas las emociones del arte puro. No es exclusivo de los gitanos poseer el más acendrado secreto revelador de la rica y hermosa danza flamenca, ni el flamenco gitano debe vincularse a una determinada región española. Pues si andaluces han sido muchos de sus cultivadores egregios, y ahí está el nombre singular de Antonio, bailaor y coreógrafo sevillano de categoría internacional, otros nacieron y crecieron, sin demérito para la autenticidad inconfundible y rabiosa de su fidelidad a la raza, en regiones distintas: el admirable Vicente Escudero es un gitano de Valladolid; Carmen Amaya era -¡qué dolor tener que emplear ya el pretérito!- catalana.
 


LOS TARANTOS
La gitanería española no es andante, como solía serlo la centroeuropea, sino que gusta de afincarse y hasta de echar raíces junto a las grandes aglomeraciones urbanas. En Barcelona, por ejemplo, está el barrio de Somorrostro, establecido allí donde la ciudad concluye, en suaves ondulaciones del terreno que descienden con rapidez hasta la orilla del mar. Está, porque no hay solución de continuidad, en Barcelona; pero poco o nada tiene que ver con la fisonomía ni con las costumbres de Barcelona. Lo que confiere a estas barriadas, su carácter único es la prodigiosa autonomía que saben conservar, cada vez más increíble en el hecho social, tan representativo de nuestro tiempo, de la pérdida de elementos diferenciales históricos por la velocísima intensificación de los medios de comunicación, con su inexorable intercambio de ventajas y hasta de inconvenientes. Pero los gitanos permanecen impermeables a toda interdependencia de masas, y ni la vecindad, que puede ser estática, ni la dinámica real de unas relaciones constantes de comercio y diálogo con las reglas de vida de sus prójimos, modifican lo más mínimo sus reglas de vida, de las que son asombrosamente celosos.

El mundo de Somorrostro, abierto entre sonrisas a la curiosidad turística, permanece rigurosamente cerrado a todo influjo exterior. Los habitantes de este barrio viven su propia vida, ventilan entre sí sus propios asuntos fáciles o difíciles, sin permitir la más leve intervención ajena, amistosa, policíaca o legal. Ni irá al hospital el que resulte herido en accidente o en reyerta, ni buscará el apoyo de la justicia el que se crea agraviado en sus derechos de propiedad o de autoridad, y sólo saldrá en busca de ayuda fuera de sus límites territoriales cuando se trata del negocio de la salvación del alma. El cura, allá donde esté, será siempre su obligado consejero y guía para los fines sobrenaturales, pero rara vez para los terrenales; ni los abogados ni los médicos, en cambio, existen para la gitanería de Somorrostro, como tampoco existen para las demás barriadas de gitanos en el resto de la nación.

Hacía varios años que el director Francisco Rovira Beleta deseaba hacer un film sobre los gitanos de Somorrostro, a los que conocía bien. En la filmografía de Rovira Beleta destacan varios títulos de calidad: Hay un camino a la derecha (1953), Familia provisional (1955), El expreso de Andalucía (1956), Los atracadores (1961) ... Su estilo de realizador es sólido, primoroso, concienzudo, con frecuentes hallazgos de profundidad; si alguna vez se le acusó de un tanto frío, cosa justa en muy pocos casos, pues la temperatura humana de sus personajes y de las situaciones en que los coloca es inseparable de su labor, la entrevista película de gitanos le permitiría un amplio despliegue de pasión. Naturalmente, su propósito nada tenía que ver con el cine folklórico al uso.

En marzo de 1962 estrenó Alfredo Mañas, en el escenario de La Torre de Madrid, su obra La historia de los Tarantos, sencilla y poética trama sobre la rivalidad entre dos familias de gitanos, acaudalada una y pobre la otra. Cuando Rovira Beleta vio esta sugestiva comedia de Mañas, encontró en ella elementos muy valiosos para combinarlos con su idea, que cada vez le acuciaba más. Tenía el ambiente, interesantísimo e inédito en la pantalla, de Somorrostro; tenía el clima dramático de la violenta enemistad entre las dos familias; la culminación poética debería centrarse en un limpio amor al que el odio de las familias y de sus clanes hacía imposible.

Han insinuado algunos comentaristas que Los Tarantos viene a ser como una consecuencia, cuando no una deliberada imitación, de West Side Story, ¿Por qué no traer también a colación, puestos en esa actitud, el recuerdo de Les amants de Verone, de André Cayatte en 1949, con guión de Jacques Prévert? Se trata, en los tres casos, de versiones libérrimas y modernizadas del Romeo y Julieta shakesperiano. Los amores imposibles de Julieta y Romeo pertenecen, por el genio de su creador, al olimpo de los más soberbios mitos literarios, que se humanizan y se nos acercan y pasan por ello al dominio público; todos, cuando visitamos Verona, estamos dispuestos a creer a pies juntillas que aquel balcón y aquella tumba que los guías nos enseñan son, verdaderamente, los de Julieta.

No es nueva, ni muchísimo menos, la iniciativa de trasponer a distintas épocas y ambientes, de preferencia los modernos, la gran mitología literaria; no olvidemos, entre los precursores de esta tendencia, a nuestro Florián Rey, que en 1925 trajo al presente las peripecias del Lazarillo de Tormes, imaginadas y situadas casi cuatrocientos años antes. No es nueva, pero sí muy prometedora, pues permite cumplir atrevidos experimentos de recreación artística y contribuye a demostrar la permanencia de los temas claves de la historia del genio humano. (Por otra parte, es sabido que Georges Polti, siguiendo los enunciados de Carlo Gozzi, de Goethe, de Schiller y de Gérard de Nerval, afirmó a fines del siglo XIX, con la confirmación de millares de ejemplos, que sólo existen treinta y seis situaciones dramáticas, ni una más ni una menos.)

En el barrio de Somorrostro, con toda su gitanería inconfundible, transcurre la acción, de intenso lirismo y trágica grandeza, de esta actualización costumbrista del mito de Julieta y Romeo. André Cayatte y Jacques Prévert arreglaron el mito para situarlo entre actores de cine en la Verona -y la Venecia- de nuestros días; Robert Wise y Jerome Robbins, siguiendo la obra teatral de Arthur Laurents y Leonard Bernstein, prefirieron un ambiente tan característico cual es el del barrio neoyorquino de los portorriqueños; Rovira Beleta y Alfredo Mañas centraron sus miradas agudas en el de Somorrostro barcelonés, entre los gitanos inconfundibles e irrebatibles.

Lo primero que de Los Tarantos sorprende es su desnuda y armoniosa veracidad.

Tan desacreditado por mucho cine a ras del suelo está la definición de folklórico, que resulta difícil aplicar a Los Tarantos ese noble término internacional que expresa todo lo que es genuino, todo lo que es puro y hermoso en la tradición costumbrista. Folklórico, cuando se trata de la cinematografía española empeñada en desacreditar muchos conceptos admirables, viene a ser lo falso, lo acomodaticio, lo ramplón, lo que no responde a la realidad y sí a una pobre inventiva. Y, sin embargo, Los Tarantos es una de las más estrictas, de las más altas y bellas expresiones del folklore español, según lo entendía el arqueólogo William J. Thoms, creador del vocablo y de la ciencia - y el arte - que le siguen.

Rafael, protagonista de la historia, pertenece a la familia de los Tarantos; Juana es la hija del jefe de los Zorongos. Rosendo el Zorongo pretendió a Angustias, la Taranta, pero ella prefirió a otro. Mientras los Tarantos han seguido su vida de cigarras, que tienen el ápice de su felicidad en el cante y el baile para sí mismos y para los que con ellos sienten el ímpetu del trance artístico sobre todas las cosas, los Zorongo se han buscado, sin claudicación de su independencia, las fuentes que deparan la fortuna. Cuando Rosendo el Zorongo se hizo rico suministrando caballos para la lidia taurina, rodeado de un clan servil y bien alimentado, supo vengarse del desdén de Angustias dando muerte misteriosa - misteriosa porque no transcenderia del mundo enclaustrado de Somorrostro - al que por buena planta le desbancó en sus ilusiones sentimentales. Las dos familias han quedado frente a frente, para un día y para todos; la pasión tremenda del odio podrá más que todos los sentimientos en sus relaciones. Y un día resulta que Rafael, hijo de Angustias, se enamora de Juana, hija de Rosendo. Y Juana, la hija del Zorongo, se enamora de Rafael, hijo de la Taranta. Pero la fuerza de su amor está señoreada por mandatos ancestrales, y en ellos cuenta con poder tajante el odio de los grupos.

El amor es siempre poesía. El odio es siempre tragedia. Y el contraste desgarrador entre el amor y el odio entre los más inocentes miembros de las dos familias rivales de Somorrostro nutre la verdad extraordinaria de Los Tarantos, que por su intención y su realidad apasionada constituye uno de los hallazgos más importantes del cine español de los últimos tiempos. Hay en este film admirable muchas cosas de mérito, que destacan sobre los aciertos considerables que informan toda la realización del film. Un film apasionado, profundo, impresionante, revelador. Para mí, tras de haber visto no menos de cuatro veces tan estupenda obra, Los Tarantos sigue siendo, intacta en sus bellezas formales y en su hondura conceptiva, uno de los hallazgos más elevados y mejor logrados de la ambición cinematográfica nacional.

Artistas nuevos, pero de una sinceridad que vale por mucha experiencia bien regulada, interpretan los papeles principales con plenitud conmovedora: se llama ella Sarita Lezana, se llama él Daniel Martín; y están junto a la veteranía o la seguridad de Margarita Lozano y Antonio Prieto, de José Manuel Martín y, sobre todo, de esa fabulosa fuerza de la naturaleza que fue Carmen Amaya, fallecida justamente cuando este film, el más importante, el más decisivo de su carrera, emprendía un camino de conquista.

En la primera parte predominan los ritmos peculiares de la gitanería, sus bailes y sus canciones, variados y deleitosos, como imprescindible ingreso en un mundo sin igual; el encuentro de la pareja protagonista, la ingenua iniciación sentimental correlativa de los chiquillos, la aparición del clima dramático y el planteamiento del problema van desarrollándose entre cantos de cigarras a las que nada parece preocupar. Pero poco a poco las músicas de guitarras y los bailes espontáneos, de quienes así reflejan sus estados anímicos, van cediendo el paso a la iniciación trascendente en el ámbito sobrecogedor de la tragedia silenciosa, que desde los maestros griegos mantiene intangibles sus principios de castigo para el mal, de purgación de los pecados, de redención y comprensión por el dolor.

En un marco deslumbrante de sutil veracidad se animan la poesía del amor y la angustia del odio. Nada mejor para subrayarlo, para calificarlo, que ese zapateado que Carmen Amaya nos regala como postrer testimonio de su talento, de su inspiración y de su arte. Los Tarantos nos sume en un mundo creador del que habrá de hablarse mucho en lo sucesivo, porque es sincero y porque le impulsa el soplo grandioso de la más acentuada poesía.
 
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CARLOS FERNÁNDEZ CUENCA
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