Eduardo III. Crítica. Imprimir
Escrito por Eduardo Pérez Rasilla.   
Miércoles, 28 de Abril de 2010 19:23
EDUARDO III
LECTURA DRAMATIZADA EN EL ESPAÑOL

[2005-09-24]

Un nuevo texto de Shakespeare no es una noticia menor. Desde hacía ya algún tiempo se hablaba de Eduardo III como de una posible obra del dramaturgo inglés.

EDUARDO III
LECTURA DRAMATIZADA EN EL ESPAÑOL

Título: Eduardo III.
Autor: William Shakespeare.
Traducción: Antonio Ballesteros.
Escenografía y vestuario: Tomás Adrián.
Espacio sonoro: Ignacio García.
Iluminación: Juan Antonio Hormigón y Paco Ariza.
Intérpretes: Héctor Colomé, Rosa Vicente, Juanma Navas, Pablo Calvo, Nuria Gallardo, Vicente Gisbert, Moncho Sánchez-Diezma, Ángel Amorós, Miguel Palenzuela, Claudio Sierra, Julio Escalada, Fidel Almansa, Jorge Martín, Carlos Rodríguez, Mario Gas, Mariano Venancio, Antonio Castro, Juana González, Jara Martínez, Jorge Martín.
Dirección: Juan Antonio Hormigón.
Estreno en Madrid: Teatro Español, 5 – VII -2005.

Un nuevo texto de Shakespeare no es una noticia menor. Desde hacía ya algún tiempo se hablaba de Eduardo III como de una posible obra del dramaturgo inglés. Recientemente ha sido admitida en el canon shakesperiano, y, casi de forma inmediata, el texto ha sido traducido al castellano por Antonio Ballesteros y editado por la ADE.

La presentación del libro se celebró en el Teatro Español el 5 – VII - 2005, y, a las palabras protocolarias, se añadió una lectura dramatizada - casi una escenificación- del texto íntegro de Eduardo III, dirigida por Juan Antonio Hormigón, al frente de un amplio y brillante elenco de actores.

Juan Antonio Hormigón, ha optado por una lectura rigurosa, respetuosa y limpia, en la que destaca, nítido, el texto shakespeariano, pero también está pensada para un espectador contemporáneo, y, en consecuencia, impregnada de conciencia histórica, despojada de pretensiones de reconstrucción mimética del período en el que se sitúa la acción. Si Shakespeare reinterpretó libremente asuntos de la historia medieval desde su perspectiva de intelectual del período en el que el Renacimiento desembocaba en el Barroco, nada impide una lectura desde la perspectiva contemporánea. Las herramientas brechtianas resultan así especialmente útiles: el empleo deliberado del anacronismo, la transformación de los actores en personajes diferentes, a la vista del espectador, la conjunción dialéctica de elementos dispares, o una escenificación que resalta precisamente su condición de teatro, frente a la pretendida ilusión de realidad, y que persigue un juicio histórico sereno y lúcido por parte del espectador, son algunos de los rasgos en los que advertimos esta impronta brechtiana.

Se ha buscado un diálogo entre diferentes períodos históricos y sus respectivos problemas, mediante los diversos procedimientos del espectáculo teatral. El empleo de música de época entra en relación con el lenguaje preciso y transparente de una traducción fiel, sin duda, al texto shakespeariano, pero ajena también a cualquier artificiosidad arcaizante y, por ello, sentida como contemporánea, sin que esto suponga que el traductor se haya alejado del original escrito por el dramaturgo ingles.

El vestuario ha preferido el traje de etiqueta para los hombres, lo que proporciona simultáneamente tres efectos: por un lado, la actualización de la acción, por otro, y paradójicamente, una cierta sensación de intemporalidad, o mejor, de no adscripción de la historia a un momento determinado. Y por último, y en relación con la anterior, este vestuario anula las diferencias entre todos -o casi todos - los personajes, a los que distinguimos tan sólo - acertada y sencilla solución - por una banda de color: rojo para los ingleses, azul para los franceses y negra para los escoceses. Tan sólo el rey, cuya banda se coloca de forma transversal, presenta una ligera diferencia con los demás personajes, que parecen inmersos en una misma dimensión moral y atrapados en unas circunstancias históricas dominadas por la ambición y la violencia, que encubren bajo su elegante, impoluto y aséptico vestuario. Algo que, lamentablemente, nos resulta molestamente familiar y próximo.

La proyección de imágenes que reflejan la extraordinaria e injusta violencia de la guerra se contrapone también con eficacia a la elegancia de los trajes y a la limpieza exquisita del movimiento de los personajes y a la cuidada estilización de las soluciones escénicas. La presencia continuada de los actores en escena, independientemente de que intervengan o no en la acción, contribuye también a esta metateatralidad que libera de una tensión emocional y de las vicisitudes de una acción, en ocasiones trepidante, en favor de una actitud más templada y serena, que nos permita el establecimiento de analogías y la formulación de juicios analíticos. Esa presencia configura además una escenografía, humana y plástica, en el entorno de la escenografía del espectáculo, austera y casi desnuda, con predominio del negro, que prescinde de elementos ornamentales innecesarios para resaltar precisamente la labor actoral y la historia de los personajes imaginados por Shakespeare.

La labor de los actores merece un especial reconocimiento por su entrega y su dedicación al proyecto, y por la calidad y la armonía del conjunto. Sin ánimo minusvalorar a nadie, quizás sea preciso destacar el trabajo de Héctor Colomé, en el papel de Eduardo III, de Rosa Vicente, en el de la reina Filipa, el de la joven Carolina Lapausa, en el papel del príncipe Felipe, y la interpretación siempre poderosa y sugestiva de Nuria Gallardo, esta vez en el papel de la condesa de Salisbury.

 

 


Eduardo Pérez – Rasilla
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