La Tempestad..Lavelli. Crítica. Imprimir
Escrito por Santiago Martín Bermúdez   
Miércoles, 28 de Abril de 2010 16:14
LAS AMBICIONES DEFRAUDADAS
LA TEMPESTAD
WILLIAM SHAKESPEARE

[2005-03-14]

Para el crítico esta versión es contraria al código formal y espiritual de la obra.


RESEÑA (NOV- DIC 1983)
(Nº 147, pp. 18 -19)

LAS AMBICIONES DEFRAUDADAS

LA TEMPESTAD

WILLIAM SHAKESPEARE

Para el crítico esta versión es contraria
al código formal y espiritual de la obra.


Título: La tempestad, de William Shakespeare.
Versión de Terenci Moix.
Actores: Nuria Espert, Mirea Ros, Miguel Palenzuela, Pep Munné, CarIes Canut, Joan Miralles, Camilo García, Josep Minguell, Boris Ruiz, Kim Llovet, Juanjo Puigcorber y Rafael Anglada.
Voces: Remei Teel y Montse Marti (sopranos). Angela Civil (mezzo).
Músicos: Fedra Borrás, Jep Nuix (flauta y piccolo), Agustí Brugada e lgnasi Henderson (flautas).
Música: Carlos Miranda.
Escenografía y vestuario de Mas Bignens, realizados por Corominas-Farré y Pep Romeu, respectivamente.
Productor ejecutivo: Armando Moreno.
Dirección: Jorge Lavelli.
Estreno en Madrid: Teatro Español, octubre 1983

Un Shakespeare, sea el que sea, es siempre bien recibido por los aficionados. Sea quien sea, podríamos casi asegurar, quien lo ponga en pie. Siempre será un Shakespeare. Los nombres de Nuria Espert y Jorge Lavelli como responsables de una Tempestad crearon una gran expectación. Después vinieron los resultados escénicos… y la decepción.

La Tempestad ha sido considerada como una de las obras más enigmáticas de Shakespeare en cuanto a sus intenciones últimas. Emparentada con sus comedias, parece en realidad une continuación, basada en la magia y en el mito de la omnipotencia, de lo que pudo haber sido uno de sus dramas: la desposesión de Próspero como duque de Milán, su huida con la pequeña Miranda, la sumisión del hermano usurpador a una potencia más poderosa, es decir, uno de los temas más shakespearianos, el estudio de los negros abismos del alma de los hombres cuando ambicionan el poder y acuden a cualquier medio para conseguirlo, desde Ricardo III a Macbeth, desde el rey Claudio de Hamlet hasta el bastardo Edmundo de El rey Lear.

La tempestad, que por algunos ha sido considerada testamento del ideario shakespeariano, parece constituir una suerte de reconciliación final — de perdón, según Astrana Marín— con ese mundo trágico anterior. A ello no es ajeno la vejez y el afán pacifista y tolerante tan propio de lo más granado de la intelectualidad europea de la época, en el tránsito al Barroco, desde Montaigne a Suárez, desde Cervantes a Shakespeare, tras el desasosiego de las guerras de religión, cuando parecen decantarse y secularizarse los ideales de las reformas protestante y católica y las adquisiciones del Renacimiento.

 


MIREIA ROS y NURIA ESPERT
El poder que creyó tener el príncipe renacentista mediante una confianza desmedida en la humana capacidad política para cambiar fronteras y conductas viene a parar en este Próspero desterrado que utiliza la magia y los espíritus para sus designios de justicia, conciliación y consenso. Lo justo coincide con sus aspiraciones y deseos, como en las fantasías de los niños. El niño, inerme en el mundo incontrolable de los adultos, elabora las mismas fantasías de omnipotencia que seducen al Shakespeare prebarroco en su ilusión de última hora por un mundo pacífico y justo. Es el mundo deseado en Los Ensayos, escritos por Montaigne al margen de las feroces luchas que asolaron su país, pero nunca desconociéndolas, ensayos que leyó Shakespeare, como recuerda Astrana en su comparación de la utopía de Gonzalo y un fragmento del humanista francés. El mundo de La tempestad tiene que ver con las grandes utopías de Tomás Moro, Tommaso Campanella y Francis Bacon, en la medida en que, pese a su proyección exterior — Nápoles, Milán —, mensaje político conciliador se resuelve en un ámbito cerrado — la isla—, con resultados en los que el conflicto desaparece, y mediante el poder de un ilustrado sabio —el mágico Próspero— pues un mago ha de ser el sabio gobernante de la tradición platónica en la conflictiva y harta Europa anterior a la terrible guerra de los Treinta Años, una vez renunciada la simple virtuosa prudencia de Maquiavelo o las solas cualidades morales de la tradición erasmista.

El niño omnipotente, mito utilizado por Shakespeare como solución a su metáfora de la Europa fratricida, es ese Próspero que se vale de otras presencias infantiles — Ariel — y de su dominio de los espíritus del mal — Calibán — para imponer un orden ilustrado “avant la lettre”, benéfico y consensual. Para desgracia de su generación y de Europa, no fueron Shakespeare ni Cervantes las mentes que atinaron a ofrecer la gran visión de su tiempo, sino el inglés Thomas Hobbes, cuarenta años más joven que ellos, al que sí le dio tiempo a saber de la guerra de los Treinta Años y de las luchas civiles en su propio país. A la utopía del consenso, al anhelo de la república universal y al afán pacifista de comienzos del siglo XVII sucedió la realidad descrita en el Leviatán, la lucha de todos contra todos, la violencia del estado natural, le concepción del individuo aislado y alterado, el poder como tremendo protector no ilustrado ni siquiera benéfico, que al menos pone orden en aquel invisible caos y al que los hombres acuden guiados por su razón y su utilidad, en un pacto que es necesaria aunque amarga renuncia a buena parte de su albedrío originario.

La tempestad, con todas sus bellezas, con el optimismo de su mensaje humanista, permanece así como el testimonio de los hermosos ideales de una época que pronto serían desmentidos por la horrible realidad. Una mágica naturaleza desencadenada, que conduce al estupor de los personajes hacia el estado de reconciliación, sirve de escenario al desenvolvimiento de la utopía. La obra se desarrolla toda ella en el cielo abierto de esa naturaleza animada por la magia de los espíritus obedientes a la omnisciencia del todopoderoso Próspero.

La puesta en escena de Lavelli y Nuria Espert comete dos tremendos errores contrarios al código formal y espiritual de la obra, por una parte, el desafortunado dispositiva escénico, que convierte en una alta caja da madera, opresiva y agobiante — como si se pretendiera una sugerencia, que resulta errónea, de una caja de sorpresas o una caja de Pandora que en lugar de males concediera beneficios — esa natural en desencadenada que tan decisivo papel cumple en el original y a la que se renuncia en un preciosismo absurdo, estéril y, además, feo. Una horrible forma de dar presencia escénica al mando cerrado de la isla.

Por otra, la asunción por Nuria Espert de los papeles de Próspero y de Ariel, en un desdoblamiento que a menudo resulta confuso para el público que no conoce la obra previamente — por la actuación, que sólo consigue gruesa diferencia donde hay que dar matices —, pero que sobre todo altere lo que es una relación, no una identificación. Parece como si el mito del niño, omnipotente hubiera querido llevarse hasta la identificación de Próspero y el niño-espíritu Ariel. El resultado es el escamoteo de una imprescindible presencia infantil —como si en El sueño de una noche de verano Oberón fuera al mismo tiempo Puck, el genio, no niño, pero sí presencia infantil— en esa narración para críos que, como todos los buenos cuentos infantiles, es especialmente interesante para adultas. Con la asunción por Nuria Espert de ambos
papeles pasamos del mito del niño omnipotente a la realidad del adulto infantilizado narcisista. Ariel — el otro con respecto al yo, Próspero— se convierte en una sucursal de Próspero. Como sabemos, para el narciso, el otro sólo existe en la medida en que forma una parte sucursalista de ese yo desmesurado y omnipresente que impide una perspectiva siquiera mínimamente adecuada con respecto al mundo exterior.

Este es el gran peligro que no ha sabido ni querido evitar el divismo de Nuria Espert a la hora de poner en escena una obra que carece de protagonista escénicamente arrollador, en la que todos los papeles poseen una relativa igualdad de presencia. Miranda, otro fascinante personaje de la obra (que encarna muy bien Mireia Ros), queda aplastado por este sucursalismo que la opción de Lavelli y Nuria Espert impone el texto. A todo ésto hay que añadir la insuficiencia de la dirección escénica de Lavelli, un director con gran experiencia operística, cuya labor es sólo ilustrativa, espectacularista, superficial, con una serie de guiños al espectador en que parece subrayarnos lo sublimes que pretenden ser sus “poéticas” ocurrencias, sus gigantitos que recuerdan las absurdas traducciones escénicas de Patrice Chérau de los gigantes de El oro del Rin, de Wagner, el más difícil todavía de las continuas apariciones tras la abrumadora caja que se abre y se cierra, pero donde siempre falta una desentrañadora potenciación de un texto al que se ha decidido desconocer, y sólo utilizar.

La empresa de Nuria Espert, una mujer de teatro con gran gusto para la selección de su repertorio, es ambiciosa, pero fallida por insuficiencias imputables a su propia compañía. Es un intento que se queda muy por debajo o muy al margen de sus pretensiones, de su enorme costo, muy por debajo de las expectativas que crea todo montaje de una compañía suya y, sobre todo, muy por debajo del texto elegido. Muy mal se lo ponen a los aficionados al teatro: o la sosa corrección de ciertos proyectos de relativo o escaso interés, o la insuficiencia de más altas pretensiones.

 

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SANTIAGO MARTIN BERMUDEZ
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