Últimas palabras de Copito de Nieve. Crítica Imprimir
Escrito por Eduardo Pérez – Rasilla   
Miércoles, 17 de Febrero de 2010 10:19

 ÚLTIMAS PALABRAS
DE COPITO DE NIEVE


UNO DE LOS MÁS ATRACTIVOS
Y PROMETEDEROS ESPECTÁCULOS
DE ESTE COMIENZO DE TEMPORADA

Título: Últimas palabras de Copito de nieve.
Autor: Juan Mayorga.
Dirección: Andrés Lima.
Intérpretes: Pedro Casablanc (Copito de nieve), Gonzalo de Castro (Guardián), Tomás Pozzi (Gorila negro).
Estreno en Madrid: Teatro Nuevo Alcalá (Sala pequeña), 18 –IX -2004.

Tomás Pozzi, Pedro Casablanc, Gonzalo de Castro

El teatro de Juan Mayorga ha recurrido en alguna ocasión a las impactantes iconografías populares en las que parece reconocerse la sociedad contemporánea. Así ocurría, por ejemplo, con El gordo y el flaco y sucede ahora con estas Últimas palabras de Copito de nieve. El teatro de Mayorga, de poderosa raíz intelectual, reinterpreta estos iconos en un sentido trasgresor, y hasta perverso, cabría añadir, porque descubre en ellos inusitadas capacidades de asociación y de sugerencia. El resultado dramático enriquece insospechadamente estas imágenes de identificación colectiva, de suyo especulativamente modestas. El tratamiento teatral revela originalidad y vigor creativo, precisamente por este contraste entre lo limitado y enteco de la imagen - desde el punto de vista dramático - y la dimensión mental que alcanza su reformulación, para la que se aprovecha, del elemento inicial, exclusivamente su facultad de concitar la atención, su condición de foco de las miradas, y acaso, mediante un procedimiento de inversión, sus posibilidades revulsivas.



Pedro Caseblanc


Copito de Nieve

Últimas palabras de Copito de nieve tiene como protagonista al gorila albino del zoológico de Barcelona, cuya muerte – anunciada - constituyó un sucedáneo, ridículo pero eficaz, de ritual fúnebre colectivo, un ensayo general de falsa pero sentida catarsis popular. Pero el gorila imaginado por Mayorga es un animal parcialmente humanizado, de hondas preocupaciones intelectuales, políglota, lector voraz y exquisito - afrancesado, dirá él mismo -, que se dirige a los numerosos visitantes que han acudido a despedirse de él para hacer sus últimas declaraciones, que constituyen su testamento intelectual, vital y moral. La situación, insólita y de indudable fuerza dramática, recuerda inevitablemente al Informe para una academia de Kafka. Copito se presenta como un heredero de aquel Pedro el Rojo, de quien recibe su sarcástica lucidez, su doliente ironía y su amarga precisión expresiva ante un auditorio que nunca escuchará lo que esperaba, sino que se verá obligado a replantearse unas convicciones desde las que contemplaba al simio e imaginaba sus pautas de conducta. La ventana, abierta a otros mundos, se ha convertido en espejo, que refleja las propias contradicciones.

Pero la situación dramática, la muerte pública de un personaje vertido permanentemente sobre la colectividad, apura la posibilidades de asociación y recuerda también a la figura de un Papa impúdicamente mostrado por otros, exhibido como símbolo de unas creencias y unos presupuestos morales cuestionados precisamente por esa conversión del hombre en imagen pública, la que otros desean ver o la que algunos se afanan en construir. Y el contraste va a producirse aquí entre un discurso de naturaleza filosófica y humanista y la destrucción del concepto de hombre, reducido a una suerte de reclamo publicitario, un objeto de diseño que necesita la proyección de la multitud en forma de expectativa o de deseo. Así, Copito de nieve se enorgullecerá de su hipocresía, de su capacidad de engañar habiendo dado lo que se le pedía, de su condición de actor, en definitiva.

El personaje cabalga sobre inquietantes filos que dejan a los lados el deseo de libertad conseguida mediante la lectura y la reflexión y la condición de eterno cautivo, las reflexiones sobre el sentido de la vida y la muerte y la inevitable representación de un papel previamente asignado, que incluye la interpretación de la propia muerte... minuciosamente preparada por otros, sin dar ocasión a que el protagonista pueda concluir la exposición de su testamento y deje sin respuesta precisamente la cuestión principal sobre la que versaba su discurso. La situación que se deriva de todo ello queda impregnada por un extraño y doloroso humor, el que procede de aquel pirandelliano sentimiento de lo contrario: lo lacerante y lo ridículo conviven en este personaje que provoca la risa del público, pero una risa que, por momentos, congela el ánimo, cuando desvela la ironía que se esconde en nuestra capacidad de creación de mitos colectivos. O cuando nos ayuda a comprender la condición del hombre como ser física y moralmente cautivo, como individuo obligado a repetir unas pautas de conducta que le han sido impuestas, a comportarse como cree que se le reclama. O cuando el discurso queda truncado, una vez más y definitivamente, al abordar lo que parecería más importante. Y esta condición inane y grotesca del personaje hace reír de nuevo.

La escenificación ha potenciado precisamente esta dimensión cómica, quizás porque se entiende que aporta la mejor vía de acceso al universo dramático propuesto por Mayorga. Y, a la vista de la recepción del público, el procedimiento parece funcionar. El humor se refuerza mediante la violencia, la fuerza expresiva en el trabajo actoral y en el planteamiento conjunto del espectáculo, que pone de relieve la dramaticidad del cautiverio, de la sustitución de la vida propia por las existencias vicarias. Esa energía parece dar respuesta estética al conflicto planteado por la obra de Mayorga.

Acaso quepa reprochar a los responsables del espectáculo algún exceso de obviedad, que empaña uno de los textos más sugestivos y más porosos de la literatura dramática última. Esta objeción puede extenderse también a algunos momentos de la interpretación actoral, en los que parece buscarse la respuesta inmediata del espectador o la explicación, innecesaria, de lo que aportan situaciones y personajes. Pero merece elogio la entrega física y la pasión con que se aborda este trabajo. La noche en que asistí a la función, al público no le pasó inadvertida esa dedicación. Es de esperar que, con el rodaje de la función, se pulan algunos contornos, sobre todo en lo que se refiere la interpretación que Gonzalo de Castro hace del difícil personaje del guardián, que requiere tal vez una mayor contención, una confianza en el perfil que el personaje ofrece y en la capacidad del público para comprender una situación cuyas claves le son, sin duda, accesibles.

Por lo demás, es preciso subrayar que nos encontramos ante uno de los más atractivos y prometedores espectáculos de este comienzo de temporada. Los amantes del buen teatro harán bien en no  perdérselo.


Eduardo Pérez – Rasilla
copyrigth©pérezrasilla

 

 


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