La pechuga de la sardina. Crítica Imprimir
Escrito por Jerónimo López Mozo   
Viernes, 20 de Marzo de 2015 09:46

 LA PECHUGA DE LA SARDINA
LA ASFIXIANTE ESPAÑA DE LOS SESENTA 

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  JESÚS CISNEROS / ALEJANDRA TORRAY
FOTO: marcosGpunto 

Lauro Olmo estrenó La camisa en 1962 y, La pechuga de la sardina, un año después. La primera le reportó un enorme éxito que le abrió las puertas del teatro. La segunda, en cambio, estuvo a punto de cerrárselas. Se convirtió, cuando apenas había empezado a andar,  en un autor marginado por los empresarios y castigado por la censura más que ninguno de sus compañeros de generación. Sus obras llegaban con cuentagotas a los escenarios y, a pesar de que su producción era extensa, acabó siendo recordado, para su   disgusto, como el autor de una sola obra: La camisa. De aquel fracaso que tan caro le costó, la crítica, que entonces tenía más peso que ahora para certificar éxitos y fracasos, fue, en buena medida, responsable. La de Enrique Llovet en ABC fue demoledora.  Arrancaba con estas palabras: “Lauro Olmo se ha equivocado. La pechuga de la sardina no es una buena comedia, ni siquiera una mediana comedia. (…) Es una absurdo monumento escénico”. Tampoco salvaba a los responsables de la puesta en escena, aunque reconocía que se trataba de prestigiosos profesionales. José Osuna era el director; Emilio Burgos, el escenógrafo; y, a la cabeza del reparto, estaban Ana María Noé, María Bassó y Mayrata O’Wisiedo. Como colofón, lamentaba que la estética de la pobreza siguiera estando presente en el teatro español. Esto y el hecho de que el estreno tuviera lugar en los primeros días de junio, a las puertas del verano, contribuyó a que el público le diera la espalda. En contra del teatro de Lauro Olmo jugó que, el realismo que él representaba, empezara a ser cuestionado por las nuevas corrientes teatrales que iban llegando a nuestro país, a las que se sumaron no pocos dramaturgos.

En 1995, un año después de la muerte de nuestro autor, se repuso La camisa (CLIKEAR). Fue un parco homenaje, pues pretendiendo reivindicar su  figura y la vigencia de su obra, se consiguió justo lo contrario. La puesta en escena, calcada de la realizada treinta años antes, sonaba a cosa antigua y resultaba patético el afán por convencer de que su argumento tenía plena vigencia en una España cuyos problemas eran otros. Las desafortunadas alusiones a la actualidad introducidas para forzar esa lectura estaban fuera de lugar y solo conseguían ensuciar el texto.

En mi crítica de aquel espectáculo, aventuraba que, visto el resultado, tal vez tardáramos mucho en ver representada alguna obra de Lauro Olmo. No me equivoqué. Pero el momento ha llegado por decisión de Ernesto Caballero, que le ha programado en el Centro Dramático Nacional. El anuncio vino acompañado de cierta sorpresa por el título elegido. Lo fácil hubiera sido volver a La camisa como apuesta más segura. La alternativa era ofrecer alguno de sus últimos textos. Pero se ha preferido recuperar La pechuga de la sardina a pesar del fracaso de su estreno, o tal vez por ello. Digamos ya que ha merecido la pena. En primer lugar, porque pone de manifiesto la ceguera de quienes condenaron una estimable pieza que denunciaba sin ambages el drama de buena parte de la sociedad española de entonces. En segundo, porque nos demuestra algo que a Lauro Olmo le hubiera gustado obtener en vida: el reconocimiento de que era autor de más de una obra. Y, en fin, que por encima de cualquier consideración sobre la vigencia de la fórmula estética empleada en su escritura, brinda al espectador de hoy la oportunidad de conocer cómo era la vida de los menos favorecidos en una España no muy lejana y, sin caer en la tentación de establecer paralelismos imposibles, comprobar que los males derivados de los abusos del poder político y económico y de la imposición de códigos morales insoportables provocan situaciones injustas y dolorosas. También que son hereditarias y que, con los matices que se quiera, las víctimas son siempre las mismas. Así parece entenderlo el público, a menos el que llenaba la Sala Francisco Nieva del CDN días después del estreno.

La puesta en escena de Manuel Canseco está presidida por el respeto al autor y a su obra y por el sentido común. No ha querido mostrarnos una pieza de museo, pero tampoco despojarla del realismo que presidió su escritura para vestirla con ropajes que muden su estética. Su intervención sobre el texto ha sido la exigida por el montaje, sin merma de su calidad y belleza. Lástima que en la representación se pierdan las acotaciones, que, en Olmo, tienen una calidad literaria propia del género narrativo, al que también se dedicó. Del original han desaparecido varios personajes secundarios y unas cuantas frases y, el orden de algunas escenas, ha sido alterado. Nada esencial se ha perdido. Lo realmente novedoso es el espacio escénico, muy distinto al descrito con todo lujo de detalles por el autor: una casa de dos pisos en los que se ubica una modesta pensión, la calle que recorre su fachada y los callejones que desembocan en ella. El decorado, diseñado por Paloma Canseco, se alza en el centro de la sala. Es un gran rectángulo rodeado en tres de sus lados por las gradas que ocupa el público. Lo que reproduce es el interior de la pensión, con todas sus habitaciones a la vista, pues, suprimidos muros y tabiques, sus límites solo quedan definidos por los marcos de las puertas de acceso. Envolviéndolo, la calle, sin más indicación de que lo es que dos farolas. Algo tiene la vivienda de cárcel de mujeres, pues solo mujeres viven en ella y, la calle, de foso peligroso en el que los hombres campan a sus anchas. Desde Juana, la dueña de la pensión, y la criada que la ayuda en las tareas domésticas, hasta quienes se alojan en ella, todas son reclusas condenadas por una sociedad inflexible con quienes son sus víctimas o se atreven a desafiarla. Viven recluidas en habitaciones de abigarrado mobiliario, sin apenas espacio para moverse, y, cuando pretenden salir de esa suerte de celdas, han de regresar a ellas precipitadamente, pues fuera encuentran, siempre al acecho, a los hombres que han arruinado sus vidas o a conquistadores de pacotilla que se desahogan acosando con chulería a toda mujer que se pone a su alcance.

Para dar vida al grupo de mujeres se ha contado con un plantel de buenas actrices. Lo encabeza María Galarrón, que asume el papel de Juana, la amarga y a la vez tierna dueña de la pensión, casada con un borracho al que detesta y del que apiada cuando acude a ella con fingido arrepentimiento en demanda de atenciones o dinero. Natalia Sánchez es Concha, la joven embarazada soltera sumida en un mar de dudas que resolverá teniendo el hijo que espera, aunque para escapar al reproche social tenga que marcharse lejos. Alejandra  Torray asume el papel de Soledad, ante la que los años corren sin que aparezca en su vida el hombre que ponga fin a su soltería. Tuvo un novio que, tras doce años de relaciones esperando alcanzar una situación económica que le permitiera  crear un hogar, acabó dejándola por una mujer más joven. La Soledad que interpreta Torray es la que, en pleno declive,  ya solo aspira a vivir efímeras aventuras sentimentales. Su personaje viene a sumarse a la larga lista de mujeres marchitas que, como la señorita de Trevélez o doña Rosita, habitan el teatro español, si bien quizás sea la primera que se ve abocada a tal situación a causa de  la precariedad económica en que vivían tantos españoles. El maquillaje ha acercado a Amparo Pamplona a la edad  de Doña Elena para perfilar el retrato de una vieja intolerante y chismosa que, desde el observatorio de su cama y con el auxilio de unos prismáticos, pasea su mirada inquisitorial por cuanto le rodea a la caza de conductas que considera licenciosas. Cristina Palomo da vida a la conformista Paloma, la que nada lamenta, todo lo justifica y ve, en las estrecheces familiares padecidas en el pasado, el estímulo para luchar por una vida mejor. El único personaje que pone una nota de humor en tan deprimente ambiente es Cándida, la criada avispada y respondona que sabe sortear, sin perder la sonrisa, el acoso de los moscones. El personaje ha encontrado su intérprete ideal en la joven actriz Nuria Herrera, que con este papel da un paso importante en su incipiente carrera profesional. Marta Calvó y Marisol Membrillo completan el censo de personajes femeninos desdoblándose en viejas encorvadas, beatas cotillas y prostitutas callejeras.

Aunque los hay, no es ésta obra de personajes masculinos. De hecho, ninguno de los que aparecen tiene nombre ni apellidos. Sin embargo, uno goza de cierto protagonismo. Se trata del marido borracho de Juana (un sobresaliente Juan Carlos Talavera) , único que, gracias a la compasión de ella, logra poner los pies en la pensión. El territorio de los demás es la calle, en la que unos ejercen su oficio, como el vendedor de periódicos (Víctor Elías), y otros la convierten en coto de caza de todo lo que lleve faldas (Manuel Brun y Jesús Cisneros).

 

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   NURIA HERRERA / MARÍA GARRALÓN, AMPARO PAMPLONA
FOTO: marcosGpunto

Título:La pechuga de la sardina
Autor: Lauro Olmo
Versión escénica:Manuel Canseco
Escenografía:Paloma Canseco
Vestuario:José Miguel Ligero
Iluminación:Pedro Yagüe
Espacio sonoro:Javier Almela, Roberto Cerdá
Movimiento:Eduardo Ruiz
Ayudante de dirección:Raquel Berini
Producción:Centro Dramático Nacional
Intérpretes:(por orden alfabético) Manuel Brun (Hombre B), Marta Calvó (La chata, Beata 1), Jesús Cisneros (Hombre A, otros), Víctor Elías (Vendedor de periódicos), María Garralón (Juana), Nuria Herrero (Cándida), Marisol Membrillo (La renegá, Beata 2, La vieja), Cristina Palomo (Paloma), Amparo Pamplona (Doña Elena), Natalia Sánchez (Concha), Juan Carlos Talavera (Borracho), Alejandra Torray (Soledad)
Voces en off:Maite Jiménez, Cristina Juan, David Sánchez
Dirección:Manuel Canseco
Estreno en Madrid:Teatro Valle Inclán (Sala Francisco Nieva), 25 - II - 2015

Más información
    
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    La camisa. L. Olmo. Reseña 1995. Crítica 

JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
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Última actualización el Viernes, 20 de Marzo de 2015 10:17