Sueños y visiones de Ricardo III. Crítica Imprimir
Escrito por Jerónimo López Mozo   
Jueves, 20 de Noviembre de 2014 09:05

 SUEÑOS Y VISIONES DEL REY RICARDO III
LA NOCHE QUE PRECEDIÓ A LA INFAUSTA BATALLA DE BOSWORTH

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 TERELE PÁVEZ / JUAN DIEGO
FOTO: SERGIO PARRA

La Historia cuenta que Ricardo III de Inglaterra tuvo una ajetreada vida salpicada de intrigas, compra de voluntades y traiciones provocadas por su sed de poder. Tras alcanzarlo, ciñó la corona durante cerca de tres años, al cabo de los cuales le llegó la muerte de forma temprana, pues apenas contaba treinta y tres años de edad, y violenta, ya que tuvo lugar en el curso de la batalla acaecida en 1485 en Bosworth. Hijo del tercer duque de York y hermano de Eduardo IV, entre los episodios destacados de lo que acabaría siendo una tenaz escalada a las cimas del estado figuran su decisiva contribución en los campos de batallas a la vuelta al trono de Eduardo, del que había sido despojado; le fueron concedidos cargos de gran responsabilidad, mientras su hermano Jorge, duque de Clarence, caía en desgracia y era ejecutado; a la muerte de Eduardo, fue nombrado Lord Protector del muevo monarca, Eduardo V, que apenas contaba doce años de edad, tutela que le enfrentó a la viuda del difunto rey, lo que provocó que varios miembros de la familia fueran acusados de planear su asesinato y ejecutados por ello; acto seguido, condujo al rey niño y a su hermano pequeño a la Torre de Londres, sin que nunca más se supiera de ellos, y, no mucho después, apoyado en una sentencia que declaraba ilegitimo el matrimonio de Eduardo IV, anulaba los derechos de su primogénito al trono; despejado el camino, el Parlamento le proclamó rey. Si corto, tampoco fue tranquilo su reinado. Apenas coronado,  partidarios del fallecido monarca y la indignación de importantes miembros de la nobleza unieron sus fuerzas para destituirle y restablecer el orden sucesorio, mas al cundir la sospecha de que Eduardo V estaba muerto, se barajó la opción de que empuñara el cetro Enrique Tudor, quien vivía exiliado. La operación desembocó en movilización de tropas, proyectos frustrados por los elementos, deserciones provocadas por la incertidumbre sobre el desenlace, formación de nuevas alianzas y, al cabo, la citada batalla de Bosworth, en la que halló la muerte, poniendo fin al reinado de la dinastía York en beneficio de la de los Tudor. Verdad es que todo indica que, la de Ricardo III, no fue una vida ejemplar, aunque pudiera argumentarse, en su descargo, que seguramente no se diferenciaba demasiado de la de aquellos a los que disputó el poder. Siendo la violencia y el crimen las armas más usadas por la clase política de la época, se entiende que sus defensores dejaran en un discreto segundo plano esas prácticas y destacaran otros aspectos más edificantes de su biografía. Amén de alabar su talento militar, recordaban que mandó construir iglesias y colegiatas, que creo instituciones como el King’s College, el Queens College y el College of Arms, que estableció la justicia gratuita para los más necesitados y la libertad bajo fianza para los acusados de delitos de escasa gravedad y que levantó las restricciones a la venta de libros, lo que, junto a otros piadosos actos y a su generosidad, le permitieron gozar de la simpatía del pueblo. De sus últimos momentos, destacaron el valor derrochado cuando, traicionado por uno de sus leales, sacó fuerzas de flaqueza para derribar a varios enemigos antes de ser abatido. También sus escasos retratistas contemporáneos ofrecieron de él una imagen amable, de la que llamaba la atención su hermosura y delgadez. Al tratarse de retratos de medio cuerpo, no dejaron testimonio de cómo era el resto. Hubo que esperar al reciente descubrimiento de sus restos para averiguar que medía 1,72 metros y certificar que padecía una escoliosis que le causó una curvatura en la columna vertebral. Tales datos aliviaron a los miembros de la Sociedad Ricardo III, que reivindica su memoria, uno de los cuales afirmo: “No tiene cara de tirano. Lo siento, no la tiene”.

Los historiadores del periodo Tudor borraron cuanto de positivo había en la vida de Ricardo III e hicieron hincapié en los aspectos que menos le favorecían. Lo hizo Tomás Moro en su Historia de Ricardo III, publicada en 1513, y, setenta años después,  Holinshed en la segunda parte de Crónicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Esas fueron las principales fuentes en las que bebió Shakespeare para escribir en 1591 su tragedia. Fiel a ellas, su relato de los tres últimos lustros de la vida del Rey le muestran investido de todos los males, sin rastro alguno de nobleza o bondad. Comparte con otras criaturas shakesperianas la ambición de poder y la afición al crimen, pero esta es la más repugnante e infame de todas, pues hace de la traición una de sus más poderosas armas e ignora el valor de la amistad. Cada escena se convierte en un insoportable ejemplo de indecencia. La extrema deformación de su cuerpo completa el retrato repulsivo de un Quasimodo coronado. En cuatro apretadas horas de representación resumió un implacable Shakespeare las fechorías del personaje. El espectador es testigo de cómo Ricardo provoca que su hermano Jorge dé con sus huesos en la Torre de Londres; del obsceno acoso al que somete a Lady Ana tras asesinar a su esposo sin otro motivo que el de tener vía libre para casarse con ella, de cuya belleza está prendado; de la violenta disputa familiar con intercambio de insultos que se produce cuando Eduardo IV, ya enfermo, convoca a los suyos para aliviar las tensiones que les tienen enfrentados; de cómo asesinos contratados por él dan muerte, en la celda que ocupa, a su hermano Jorge; de las fingidas muestras de dolor con que acompaña la noticia del suceso; de las maniobras para evitar, muerto al fin el Rey, que el príncipe Eduardo ocupe el trono al que es acreedor, que concluirán con su encarcelamiento y el de su hermano y su posterior ajusticiamiento; de otros crímenes que van diezmando las filas de cuantos se oponen a sus planes; de la patraña urdida para declarar que el matrimonio de Eduardo IV fue ilegítimo y, en consecuencia, también lo era su heredero; de la farsa que protagoniza con la colaboración de su primo para hacer creer que no tiene el menor interés en ocupar el poder vacante, pero que por responsabilidad acepta asumirlo; de cómo, ya encumbrado,  recluye a su esposa con el pretexto de que está enferma para contraer nuevo matrimonio, ahora con Isabel, la hija de Eduardo IV; de la labia con la que convierte el odio de las mujeres que han formado parte de su vida en perdón; de cómo los contratiempos que empiezan a acecharle le empujan a nuevos crímenes, entre ellos el de su primo, que ha renunciado a seguir siendo su cómplice; de la irrupción en su sueño, en vísperas de la batalla de Bosworth, de los fantasmas de sus víctimas para maldecirle y desear su derrota; y, en fin, a su muerte en combate. El continuo horror convertiría esta obra en un anticipo de lo que mucho después Artaud llamaría teatro de la crueldad si no fuera porque la palabra es parte esencial del teatro de Shakespeare. Y esa palabra es la que libra a Ricardo III de parecerse a un thriller macabro. La capacidad de su protagonista para seducir o manipular con ella a los demás, la ironía de que hace gala y la profundidad de las ideas que destilan sus reflexiones le emparentan, en alguna medida, con El príncipe, de Maquiavelo.

La versión que ahora se ofrece introduce en el título un cambio significativo. Convierte el que le dio su autor en Sueños y visiones del rey Ricardo III,  lo que significa que no estamos ante una sucesión de acontecimientos en tiempo presente, sino ante la rememoración que de ellos hace su protagonista. El subtítulo precisa el momento en el que las imágenes y los sucesos acuden a su mente: la noche que precedió a la infausta batalla de Bosworth. Es decir, el mismo en el que, en el texto original (Acto V, escena III), se produce, ante Ricardo dormido, el desfile de los espectros de sus víctimas. Las consecuencias inmediatas de este planteamiento son que los casi cincuenta personajes del reparto queden en dieciséis y que la duración del espectáculo no supere las dos horas. Pero la síntesis brinda la oportunidad de, despojado el texto de páginas sin duda hermosas, pero prescindibles, mostrar sin veladuras el pensamiento íntimo de ese tortuoso individuo. Sanchis Sinisterra, responsable de la dramaturgia, que ha definido su trabajo como (per)versión de la tragedia shakesperiana, ha señalado que su intención no era proponer una reflexión sobre la ambición, sino preguntarse sobre ese espejo interior que llamamos conciencia en el que se reflejan y refractan los actos  que nos definen ante el mundo y ante nosotros mismos. Objetivo cumplido por parte de quién es ducho en la no siempre sencilla tarea de convertir a los clásicos en nuestros contemporáneos. Al final, en este rey Ricardo vemos representada a esa parte del género humano que recorre, pertrechada con las peores armas, el camino que, en vez de al placer, a la razón y al éxito, conduce al dolor, a la locura y a la autodestrucción.

Dino Ibáñez y Miquel Ángel Llonovoy han concebido un espacio escénico en el que en muy contados momentos reconocemos sitios concretos. Casi siempre es un lugar impreciso, envuelto en nieblas que difuminan el paisaje. Las luces y las imágenes que se proyectan sobre él, lejos de disiparlas, crean un ambiente más turbio aún, por el que deambula la mente extraviada de un ser soberbio que se resiste a admitir que su papel de verdugo ha concluido y ahora es él el condenado. Si irreal es la escenografía, no sucede lo mismo con los personajes. Carlos Martín, el director, podía haberlos mostrado como figuras fantasmales hijas de la pesadilla del protagonista. Sin embargo, los muestra como eran antes de convertirse en recuerdos: seres de carne y hueso en los que se va ejecutando lo que el destino les tenía reservado.

A la cabeza del reparto, figura Juan Diego. Shakespeare no puso edad a su Ricardo III. Si lo hubiera hecho de acuerdo con la que realmente tenía el verdadero, hubiera oscilado entre los diecinueve que contaba a la muerte de Enrique VI y los treinta y tres en que se produjo la suya. Nada obliga, por tanto, a que un papel de tal envergadura lo asuma un actor demasiado joven o sin suficiente experiencia. En consonancia con ello casi siempre se busca actores consagrados, de modo que la edad del personaje acaba siendo la de su intérprete. El primero de todos, Richard Burbage, tenía 65 años cuando la hizo en el Teatro del Globo. El de menor edad fue, posiblemente, David Garrik, que solo contaba 28. 36 tenía John Barrymore; 41, Vittorio Gassman; 48, Laurence Olivier; 52, Kevin Spacey; y 56, Ian Mackellen y Al Pacino. Entre los españoles, Jerónimo Areval lo hizo con 43, José Pedro Carrión con 47 y Xosé María Olveira con 50. A sus 72 años, Juan Diego es, con diferencia, el de más edad. En escena, no finge tener otra. Es un anciano enérgico y astuto que exagera su deformidad. Nos repugna su aspecto de bestia agresiva y no damos crédito a su maldad.  Nos sorprende el éxito de su estrategia para seducir a las mujeres a pesar de la repulsión que produce su comportamiento de viejo rijoso. Nos gusta más, como actor, cuando la gesticulación y la voz rota dejan resquicios para que asome su sarcasmo o se vanaglorie de su astucia. La edad del resto del elenco está en consonancia con la del protagonista. Entre los más veteranos brillan Carlos Álvarez-Novoa en el papel de Buckingham; una inmensa Asunción Balaguer -¡ochenta y nueve años recién cumplidos!- en el de Margarita; y Terele Pávez como Duquesa de York. Ana Torrent y Lara Grube demuestran su talento en sendas escenas importantes: la primera, que asume el papel de Isabel, en el cónclave que comparte con Balaguer y Pávez; la segunda, en el de Lady Ana, durante el acoso al que es sometida por Ricardo III, del que sale profundamente turbada. Juan Carlos Sánchez, Jorge Muñoz, Oscar Nieto, Pepe Hervás, Anibal Soto y José Luis Santos, los tres últimos doblando papeles, completan el reparto con solvencia.     

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   ASUNCIÓN BALAGUER
FOTO: SERGIO PARRA

Título: Sueños y visiones del rey Ricardo III, La noche que precedió a la infausta Batalla Bosworth A partir de Ricardo III
Autor: W. Shakespeare
Versión escénica de Carlos Martín, Basada en la dramaturgia: de José Sanchis Sinisterra
Escenografía: Dino Ibáñez / Miquelangelo Llonovoy
Audiovisuales: David Bernués
Iluminación: Pedro Yagüe / José Manuel Guerra
Vestuario: Ana Rodrigo
Composición y espacio sonoro: Miguel Magdalena
Ayudante de dirección: Hugo Nieto
Ayudante de escenografía: Nicolás Bueno
Ayudante de vestuario: Beatriz Robledo
Espectro grabación: Diego Olivares
Fotos y cartel: Sergio Parra
Producción: TEATRO ESPAÑOL
Intérpretes: Juan Diego (Ricardo III),  Juan Carlos Sánchez (Norfolk),  Jorge Muñoz (Catesby), José Hervás (Clarence / Lord Mayor),  Lara Grube (Lady Ana),  Ana Torrent (Isabel),  Anibal Soto (Lord Rivers / Richmond),  Oscar Nieto (Lord Dorset ), Carlos Álvarez-Nóvoa (Buckingham), José Luis Santos(Lord Stanley / Hastings / Rey Eduardo IV ),  Asunción Balaguer (Margarita), Terele Pávez (Duquesa de York)
Dirección: Carlos Martín.
Estreno en Madrid: Teatro Español (Sala Principal), 6 - XI - 2014

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Sueños y visiones del Rey Ricardo III
   Sueños y visiones de Ricardo III. Entrevista

JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
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Última actualización el Jueves, 20 de Noviembre de 2014 13:13