El Café. La comedia del dinero. Fassbinder. Crítica Imprimir
Escrito por Jerónimo López Mozo   
Domingo, 07 de Abril de 2013 06:23

EL CÀFE
LA COMEDIA DEL DINERO
 
 
 
 LINO FERREIRA / JOSÉ LUIS ALCOBENDAS / DANIEL MORENO
FOTO: ROS RIBAS
En principio, llama la atención que una comedia de Goldoni como La bottega del café despertara el interés de un joven militante del teatro underground alemán Rainer Werner Fassbinder para reescribirla y, más aún, que el resultado no chirríe en el conjunto de la producción dramática que vendría a continuación. Podría argumentarse que, al fin y al cabo, salvando diferencias estéticas y estructurales, el costumbrismo crítico del italiano y el ácido retrato que el adaptador hacía de la sociedad de nuestro tiempo tienen más puntos en común de lo que parece. Fernando Domenech y Juan Antonio Hormigón, en una acertada sinopsis de la obra, que calificaban de comedia de ambiente, decían lo siguiente: “La figura central es don Marzio, gentilhombre malediciente, charlatán y manipulador, alrededor del cual giran una serie de personajes típicos, pero trazados con gran maestría, en un cuadro de encantadora inverosimilitud: Ridolfo, el honrado cafetero; Trappola, su mozo; el bribón Pandolfo, dueño del garito; Eugenio, el mercader dominado por el vicio del juego; su esposa Vittoria; Flaminio, el falso conde Leandro; Placida, su mujer; la bailarina Lisaura; y una legión de mozos y criados. Diversas historias se suceden a la vez, teniendo como centro el café, al que los personajes acuden impulsados por diferentes intereses, todos ligados al dinero y el sexo. Al final, Pandolfo es detenido por sus malas artes en el control del juego y, el malvado don Marzio, que las ha denunciado, vilipendiado y expulsado del local”.
 
Los cambios introducidos por Fassbinder son mínimos, aunque significativos. Sustituye la placita en la que trascurre la acción, a la que asoman el café, el garito, la posada y otras casas practicables, por un espacio único compartido por el café, en esta puesta en escena definido por ocho sillas y una gramola, y una casa de juegos, que se resume en una abigarrada fila de máquinas tragaperras. También los personajes mudan de aspecto y de conducta. Han perdido la campechanía propia de las comedias de costumbres y se han vuelto más fríos y menos comunicativos. En cuanto al hilo argumental, sigue fielmente el ideado por Goldoni, pero se aparta de él a la hora del desenlace. La denuncia presentada por don Marzio sobre las prácticas tramposas del dueño del casino no tiene consecuencias. La policía está al tanto de su delictiva conducta, pero la tolera debido a que tiene contraída una importante deuda con la ciudad, que solo podrá saldar si no se cierra su indecente fuente de ingresos. Desmoralizador final, aunque acorde con los tiempos que corrían cuando el dramaturgo alemán escribió la obra. Poco han cambiado las cosas en el casi medio casi medio siglo transcurrido, pues ese hacer la vista gorda o mirar hacia otro lado sigue siendo habitual en el mundo de la política y de los negocios. Nos hemos habituado a la corrupción y a la impunidad de quienes la practican. Ni siquiera les exigimos que cubran las apariencias. De modo que a Dam Jemmett le hubiera bastando con seguir al pie de la letra el guión de Fassbinder para brindarnos un espectáculo rabiosamente actual. Pero él ha querido ofrecer su propia y arriesgada versión, a la que ha añadido algunos detalles sobre las vicisitudes que han acompañado una producción que, ya programada, ha estado a punto de irse a pique arrastrada por los recortes presupuestarios sufridos por La Abadía como consecuencia de la actual crisis económica.
 
Empecemos por este apéndice en el que se alude a los efectos provocados por la drástica reducción de las subvenciones a la actividad escénica, que se ha traducido en una cascada de cancelaciones a la que pocas empresas han escapado. Se habría producido la de El café si los actores no hubieran decidido seguir adelante supeditando sus salarios al dinero ingresado por taquilla. De ahí que, de forma excepcional, se invitara a los asistentes al estreno a abonar el importe de sus entradas, una fórmula que tiene un precedente: en cierta ocasión, cuando estaba al frente de su propia compañía, Adolfo Marsillach suprimió el corte, medida que afectaba incluso a los críticos. Las aguas volvieron pronto a su cauce y no recuerdo que nadie repitiera la experiencia. Jemmett ha transformado la parte final del segundo acto en un delirante espectáculo sin pies ni cabeza. El mozo Trappola –aquí llamado Tráppolo -, convertido en un viejo camarero que entra y sale de la acción a conveniencia, nos explica con notable desenfado que el caos se debe a la falta de presupuesto para el montaje, lo que ha obligado a proyectar a velocidad de vértigo parte del texto en una pantalla, a encomendar los papeles de los dueños del bar y del casino a un solo actor y a realizar otras alteraciones de distinto calado.
 
Las novedades introducidas por el director suponen una vuelta de tuerca en la lectura de El café, que se añade a la dada por Fassbinder respecto al texto primigenio. En esa tarea le acompañan los actores, que se han instalado en el grotesco. Hablan deprisa y a voz en cuello, y gesticulan con medida desmesura, es decir, llegando al borde del exceso insoportable sin perder nunca el control. Ahí demuestran su talento, rigor y sólida formación. Sus nombres: Jesús Barranco (Tráppolo), José Luis Alcobendas (Rodolfo y Pandolfo), Miguel Cubero (Don Marzio), Lino Ferreira (el conde Leandro), Daniel Moreno (Eugenio), Lidia Otón (Lisaura), María Pastor (Vittoria) y Lucía Quintana (Plácida). Más que dialogar entre ellos, se dirigen al público, lo que tiene bastante de provocación y puede interpretarse como deliberado propósito de implicarle en lo que sucede en escena. Cuando no intervienen, se vuelven de espaldas y se concentran en el juego, expresando su dependencia de él y su codicia con movimientos rítmicos y repetidos hasta la saciedad. Es perceptible que lo que sucede en el escenario crea desasosiego y cierta incomodidad en el espectador. En el tercer acto se produce un quiebro importante en la representación. Los actores fingen que su frenética actividad les ha pasado factura. Parecen agotados y la acción se ralentiza. Fuera de situación, sufren ese mal al que tanto se teme en el teatro: quedarse en blanco. Ante el desbarajuste, Tráppolo se enfada y les reta a que, por respeto al público, se esfuercen por concluir la función. Mucho nos tememos que la perceptible impaciencia de buena parte del respetable no sea fingida, sino real. Aunque nada tenga de final feliz, es contemplada con alivio y resignación la huida por los pasillos del patio de butacas de los nada respetables personajes con el fruto de la rapiña y de sus tramposos manejos. El suicidio del viejo camarero, único que genera simpatía, después de escuchar en la gramola la corrosiva canción “Soy un banquero alegre”, del comprometido músico folk estadounidense Woody Guthrie, es el desenlace lógico de esta amarga comedia del dinero.
 
Título: El Café
Autor: Rainer Werner Fassbinder, a partir de la comedia de Goldoni
Traducción: Miguel Sáenz
Espacio escénico e iluminación: Dan Jemmett
Diseño de vestuario y ayudante de escenografía: Vanessa Actif
Ayudante de dirección: Andrea Delicado
Asistente de dirección e intérprete: Sara Filipa Reis
Asistente de dirección: Tomasz Domagała
Agradecimientos: Luis Moreno
Producción: La Abadía, con la colaboración del Goethe-Institut Madrid
Diseño Gráfico: Marion Dönneweg
Fotografía: Ros Ribas
Intérpretes: José Luis Alcobendas (Ridolfo, propietario del café / Pandolfo, propietario de la casa de juego), Jesús Barranco (Tráppolo, camrero viejo), Miguel Cubero (Don Marzio, mala lengua), Lino Ferreira (El conde leandro), Daniel Moreno (Eugenio, marido de Vitoria), Lidia Otón (Lisaura, bailarina), María Pastor (Vitora, mujer de Eugenio), Lucía Quintana (Plácida, mujer de Flaminio Ardenti).
Dirección: Dan Jemmett
Duración aproximada: 1 hora y 30 minutos
Estreno en Madrid: Teatro de La Abadía, Sala Juan de la Cruz, 27 - II - 2013
JESÚS BARRANCO
FOTO: ROS RIBAS
 
 


JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
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