Gólgota Picnic. Rodrigo G. Crítica Imprimir
Escrito por José R. Díaz Sande   
Jueves, 13 de Enero de 2011 08:27
 

GÓLGOTA PICNIC

PRUEBA DE FUEGO PARA LA VANGUARDIA 

Rodrigo García se ha mantenido fiel a su trayectoria. Nada hay en su propuesta que la modifique

GÓLGOTA PICNIC

PRUEBA DE FUEGO PARA LA VANGUARDIA

 

 FOTO: DAVID RUANO

Los gloriosos tiempos de las vanguardias rupturistas y provocadoras han quedado atrás. El arte y la literatura contemporáneos las asimilaron y las hicieron clásicas. Es lógico que los creadores actuales más inquietos trabajen para alumbrar nuevas vanguardias, pero no resulta una tarea fácil cuando hoy a casi todo se le pone la etiqueta de vanguardista, entre otras cosas porque con ella se vende mejor. Curiosa contradicción la de querer convertir lo que, por su naturaleza, es minoritario en producto de consumo masivo. Por ello es comprensible que buena parte los nuevos trasgresores no se sienta cómoda trabajando en la periferia del sistema y reclame su acceso a los grandes escaparates de la cultura. Tampoco lo es que los responsables de la gestión cultural se lo faciliten, pues también ellos desean ser vistos como impulsores de la innovación, sobre todo si ésta se limita a la estética, aunque también son condescendientes con las críticas al modelo de sociedad que ellos representan, sabiendo que, en el fondo, son inofensivas. Ya nadie pretende dinamitarla sino provocarla levemente. Esto significa que las relaciones entre los creadores de vanguardia y los receptores de sus propuestas han sufrido una honda transformación, que ha modificado las reglas de juego. Los destinatarios de las nuevas vanguardias ya no son solo aquellos que se identifican con sus propuestas, sino el público en general. Espantarle, no es ahora el objetivo. Lo que se espera de él es que permanezca atento a lo que ve. Tal vez sea aceptable, y hasta cierto punto conveniente, que algunos, unos pocos, abandonen airados la sala de exposiciones o el teatro. No está de más un cierto rechazo. Conseguirlo, exige mantener un medido equilibrio entre la mera ruptura estética y la denuncia provocadora. El artista que pretenda compatibilizar vanguardia y aceptación amplia ha de ser un punto cínico. A veces lo es tanto que se mete en casa del enemigo para demolerla y acaba instalándose cómodamente en ella.

 

Viene a cuento este largo preámbulo, porque, el descrito, es el territorio plagado de trampas y un tanto confuso en el que les ha tocado moverse a buena parte de los creadores actuales más inquietos, entre ellos a Rodrigo García. Habitual de salas alternativas como la Pradillo o Cuarta Pared, nunca ha ocultado su interés por mostrar su obra en otros circuitos y más concretamente en espacios de titularidad pública. Las quejas sobre su marginación se hicieron más insistentes desde que su presencia empezó a ser frecuente en importantes teatros europeos. Un primer paso en ese camino fue la representación el año pasado de Muerte y resurrección de un cowboy en las Naves del Matadero. Ahora se le han abierto, al fin, las puertas del Centro Dramático Nacional. Habrá quien interprete el acontecimiento como el justo reconocimiento a su trayectoria, pero no faltarán los que vean en él la constatación de que el impulso revolucionario de su teatro ha tocado techo y que la advertencia de que el espectáculo puede herir la sensibilidad del público es una cautela innecesaria o, quizás, un reclamo publicitario. Consciente de la expectación despertada y de que no faltarían críticas a su presencia en el escenario del María Guerrero, Rodrigo García se ha esforzado por explicarla con argumentos que, si algo ponen de manifiesto, son la inquietud con que aborda el reto y el reconocimiento de la trascendencia que el suceso tiene para su futuro. Así, en la nota incluida en el programa de mano, afirma que, como creador, uno no tiene elección. Hace lo que puede hacer y no lo que le dicta la moda ni lo que demanda el mercado. Si en lo que puede hacer se emplea a fondo y, además, se salta los límites expresivos que quieren imponernos, se llega a lo que se debe hacer. De esa coincidencia entre querer y deber nace, según él, la ética. Y concluye con estas palabras: “A veces debemos hacer algo que mucha gente nos aconseja que no hagamos. Es el conflicto inevitable para que algo se mueva”.

 

Al cabo, Rodrigo García se ha mantenido fiel a su trayectoria. Nada hay en su propuesta que la modifique sustancialmente. Tampoco ha hecho guiños a un público distinto al suyo, lo que podemos interpretar como el deseo de atraer a un auditorio nuevo sin renunciar a sus habituales armas. En coherencia con ello, ha contado, para poner en pie el proyecto, con sus colaboradores de siempre, entre ellos Carlos Marquerie, responsable de la iluminación, y Gonzalo Cunill, Nuria Lloansi, Juan Loriente, Juan Navarro y Jean-Benoît Ugeux, intérpretes de muchos de sus espectáculos. Desde el punto de vista estético, asistimos a la repetición de recursos ya conocidos, como la reproducción en una pantalla, esta vez de dimensiones  gigantescas, de los movimientos y de los gestos de los actores, que, dominados por sus propias imágenes, quedan reducidos, en medio del enorme escenario del María Guerrero, a figuras casi insignificantes. Abundan los elementos escatológicos, la orgía de cuerpos desnudos ungidos con líquidos viscosos, la manipulación de productos cárnicos hasta convertirlos en el plato principal de un banquete de comida basura, el vómito… Y el texto, como siempre bien escrito (Rodrigo García es un excelente escritor), recitado a varias voces, en tono de salmodia.

 

Esta iconografía es el marco en el que el autor sitúa su discurso dramático. Tampoco se aparta su contenido del transmitido en espectáculos anteriores. Vuelve a ser una denuncia del consumismo, que se añade a una diatriba, tan superficial como manida, contra lo que los Evangelios cuentan de la vida y milagros de Jesús. Discurso que viene a ser una disertación en la que Rodrigo García desgrana sus ideas sobre las materias de las que trata, sin dejar ni un solo resquicio para la controversia. Monólogo, pues, de una pieza y sin fisuras, en el que no hay asomo de dudas, aceptado con entusiasmo por quienes comulgan con su contenido y con indiferencia por los demás. A pocos deja indiferente, sin embargo, lo que parece una grave contradicción en la crítica a la inmoderada tendencia al consumo gratuito, cual es el cubrir el escenario con tres mil panecillos para hamburguesas, que se renuevan en cada función. Es posible que se trate de un divertido remedo del milagro de la multiplicación de los panes, pero no deja de ser un pueril ejercicio de consumismo, incomprensible en quien lo combate con tanto empeño. Podría decirse, en su descargo, que el precio de ese capricho no es mayor que el que hubiera tenido el uso de cualquier otro costoso elemento escenográfico. Sin duda. Lo malo es que el derroche se hace con un producto cuya carencia simboliza el hambre que sacude al tercer mundo. Aquí cabe decir aquello de que con las cosas de comer no se juega.

 

Si la representación durara lo que el recitado del texto, el ir y venir de los actores y las proyecciones de video, apenas superaría la hora y media. Pero aún se prolonga otra hora más, durante la que el pianista Marino Formenti, totalmente desnudo, toca al piano Las siete últimas palabras de Cristo en la Cruz, del compositor Joseph Haynd. Bella partitura para ser disfrutada en un concierto o en soledad, pero que, como colofón de este espectáculo, se convierte en provocación mayor que la pretendida en el picnic bíblico que le precede. Concluida la perfomance musical, se produce un gran estruendo y ocupa la pantalla una figura que sin alas ni paracaídas surca el espacio. Es el ansiado final. Ahora, definitivamente, sí. Los devotos de Rodrigo García y algunos de sus colaboradores convertidos en entusiasta claque, palmotean a rabiar y gritan bravos. El público no adicto que ha resistido en su butaca la tentación de abandonar la sala - las deserciones, escasas al principio, luego fueron numerosas -, aplaude como se hace ahora, con cortesía, se pone el abrigo, mira al soslayo, sale a la calle y, como dice el poema, fuese y no hubo nada. Quién diría que acababa de asistir a un espectáculo de vanguardia.

Título: Gólgota Picnic

Texto y escenografía: Rodrigo García
Música: Las siete últimas palabrasde Cristo en la Cruz, de Joseph Haydin

Pianista: Marino Formenti

Asistente de dirección: John Romao

Vestuario: Belén Montoliú
Iluminación: Carlos Marquerie
Videocreación: Ramón Diago
Sonido: Marc Romagosa

Asesor técnico: Roberto Cafaggini

Diseño de cartel: Peret

Fotos: David Ruano
Vídeoclip: Paz Producciones

Producción: Centro Dramático Nacional / Théâtre Garonne de Toulouse/ Festival de Otoño de París

Intérpretes (por orden alfabético): Gonzalo Cunill, Núria Lloansi, Juan Loriente, Juan Navarro, Jean-Benoît Ugeux

Dirección: Rodrigo García

Duración: 2 horas y 30 minutos

Estreno en Madrid: Teatro María Guerrero (CDN), 7 – I - 2011

 
 FOTO: DAVID RUANO

 


JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
Copyright©lópezmozo

 

 

 

 


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Última actualización el Lunes, 25 de Abril de 2011 16:28