Todos eran mis hijos. 1988- Reseña. Critica Imprimir
Escrito por José R. Díaz Sande.   
Miércoles, 15 de Septiembre de 2010 18:48
 

TODOS ERAN MIS HIJOS

¿SIGUEN SIÉNDOLOS?

En 1963 llegaba a Madrid bajo la direc­ción de Ricardo Lucía. Antes y después «pastó» por teatros de cámara y cole­gios mayores. Los teatros «forums» la encontraron ideal para el debate.  

 

RESEÑA, 1988
NUM. 186, pp.8

TODOS ERAN MIS HIJOS

¿SIGUEN SIÉNDOLOS?

 

Todos eran mis hijos entró en España en 1963 y grupos de aficcionados y lectura del texto en colegios y universidades fue frecuente. En 1988 el director Ángel García Moreno la montaba en el Teatro Bellas Artes de Madrid.


      FOTO: CHICHO

En 1947 se estrenaba en Nueva York Todos eran mis hijos bajo la dirección de Elia Kazan. El Premio de la Crítica dió el espaldarazo al autor y a la obra. En 1963 llegaba a Madrid bajo la direc­ción de Ricardo Lucía. Antes y después «pastó» por teatros de cámara y cole­gios mayores. Los teatros «forums» la encontraron ideal para el debate. Con el tiempo llegó la película, y la televi­sión no tardó en programarla. Era obra de tesis, maquillada de tragedia, y ofre­cía a los actores un posible lucimiento.

 

Lecturas primero y representaciones después, siempre las sentí pesadas y melodramáticas. Arthur Miller me resul­taba demasiado prolijo. Pensé que se­rían cosas de la edad, mi edad.

 

Hóy, en 1988 y bajo la dirección de Angel García Moreno, mi impresión es la misma, agravada por el transcurrir del tiempo. La versión de Enrique Llo­vet no ha conseguido hacérmela más digerible. Vuelven a prenderme sola­mente esos felices momentos del texto, soliloquios o diálogos para buenos intérpretes. Berta Riaza repite obra, sólo que en 1963 era la damita joven y hoy es la madre.

 

Es poco elegante comenzar una crí­tica de este modo. Probablemente es un desahogo. Esperaba ver un nuevo modo de representar a Arthur Miller en 1988 y eso no ha ocurrido.

 

En 1947 Miller era sensible a los horrores de trastienda de aquella se­gunda guerra. A muchos de los «hijos» no los mataron las bombas, sino la co­dicia de los negociantes de retaguar­dia. Un defecto de fabricación en pie­zas de los caza bombarderos, lleva a la muerte a los pilotos. El «hijo», dado por desaparecido en la mente de la «ma­dre», ha caído también. Aceptar la muerte de ese hijo es aceptar la crimi­nalidad del padre. Por eso, él está en algún lugar de la tierra. Por eso, la «ver­dad», como en aquel Pato Salvaje de lbsen, no siempre es beneficiosa: alte­ra la ecología de una ambiciosa socie­dad. La venda cae cuando se es cons­ciente de que no hay sólo un hijo sino que todos los caídos, víctimas de un dudoso negocio, «eran mis hijos».

 

El texto está construido siguiendo las líneas de la tragedia griega, algo muy querido por los autores america­nos desde O'Neill. Y como consecuen­cia, la «katarsis», que en este caso tie­ne bastante de moralina, al menos vista desde 1988.

 

Hoy el tema resbala. Probablemente en los cuarenta, tras la hecatombe mundial, aquello sonaba a denuncia y su «katarsis» consistía en remediarlo. En estos años, también de desencanto pero en otra octava, nos hemos acos­tumbrado a aceptar la corrupción y re­nunciar a entender cosas como Corea, Vietnam, el conflicto eterno del Medio Oriente, el incomprensible «puzzle» de Centroamérica, la masacre argentina, los dudosos derechos humanos de Chile, Cuba y demás dictaduras ... los mercados de armas entre gobiernos que airean banderas de paz y vocean la trasnochada tesis sobre la «guerra justa». Ante todos estos horrores y la aparente insolubibilidad de ellos, la denuncia de Miller es nimia.

 

Miller es prolijlo pero se salva por la estructura dramática que sigue los caminos de la intriga, la buena distribu­ción de las partes - la clásica presen­tación, nudo y desenlace - y el ajusta­do diseño de caracteres. Su modo de hacer teatro, naturalista/realista, es todo un ejemplo. Sólo que hoy resulta largo y reiterativo.

 

La versión de Enrique Llovet, de len­guaje diáfano, no nos libra de los tiem­pos muertos. Nuestra época posee otro ritmo, que no se ajusta al de esta versión. No se trata de tiempo físico de duración, sino de tiempo psicológico en la percepción del espectador. O bien pudiera ser que el texto de Miller ha pasado, que todo es posible. De todos modos, la representación camina con lentitud y llega a hacerse soporí­fera.

 

Se salvan, como se salvaban en la España de 1963, algunos momentos felices por su dramatismo, escritura e interpretación de los protagonista ­Berta Riaza (la madre) y Agustín Gon­zález (el padre) - en los que Arthur Miller se recrea dibujando situaciones y caracteres que emulan a las mejores escuelas interpretativas del melo­drama de la época.

 

La escenografía de Rafael Redondo parece querer reproducir la horizontali­dad y verticalidad de un partenón grie­go. Nos encontramos en el patio trase­ro de una casa-jardín americana, tra­tada en cánones realísticos y bien am­bientada, que ocupa todo el fondo, con rompientes de ladrillo visto en los laterales. El conjunto resulta una caja de zapatos (¿deseo de reproducir cierto enclaustramiento?), con muy poco mo­vimiento en su planta y, por lo tanto, falto de gracia. Si se compara con la versión de Nueva York del 47 u otras más estilizadas, la idea de Rafael Re­dondo no es de las más inspiradas. Cumple únicamente su función de ilus­tración, añadiendo más monotonía al desarrollo de la acción.

 

Todos eran mis hijos, de Miller-L1ovet-García Moreno, nos deja con la incógnita de si estos «hijos» de Miller son todavía válidos para nuestra época.

FOTO: CHICHO

 

Título: Todos eran mis hijos (1947).

Autor: Arthur Miller.
Versión: Enrique L10vet (1988).

Producción: Coproduc­ción del INAEM con el Teatro Bellas Ar­tes.

Iluminación: José Luis Rodríguez.

Escenografía y vestuario: Rafael Re­dondo.

Dirección: Angel García Moreno.

Intérpretes: Berta Riaza (Katy Keller), Agustín González (Joe Keller), Juan Me­seguer (Chris Keller), Eva García (Annie Deever), Ana María Barbany (Sue Bay­liss), Francisco Guijar (Jim Bayliss), Ma­nuel Brun (Frank Lubey), Victoria Vivas (Lydia Lubey), Miguel Angel García (Bert, niño), Fernando Huesca (George Dee­ver).

Estreno en Madrid: Teatro Bellas Artes, 24 de marzo 1988.

 
FOTOS: CHICHO

 

 


José Ramón Díaz Sande
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Última actualización el Jueves, 16 de Septiembre de 2010 10:20