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La Cocina. Reseña 1973. Crítica. PDF Imprimir E-mail
Escrito por Carlos Gortari   
Miércoles, 28 de Abril de 2010 14:10
LA COCINA
ARNOLD WESKER

[2005-02-06]

Crítica aparecida en la Revista Reseña. Este año de 1973 el grupo de Miguel Narros, director de este montaje, ya llevaba unos años interesándose por nuevas líneas teatrales de contenido y de forma.


RESEÑA
(NOVIEMBRE 1973)
(Nº 69, pp. 25 – 26)

LA COCINA

ARNOLD WESKER

(Crítica aparecida en la Revista Reseña. Este año de 1973 el grupo
de Miguel Narros, director de este montaje, ya llevaba unos años
interesándose por nuevas líneas teatrales de contenido y de forma.
William Layton
, actor y director, será una de las piezas claves en esta
 renovación de las puestas en escena del teatro en España. Es importante
la denuncia del crítico ante las producciones de entonces con escaso tiempo
de ensayo. La misma obra en Polonia tuvo siete meses,
en España mes y medio.)


Título original: The Kilchen (1958).
Traducción y adaptación: Juan Caño.
Dirección: Miguel Narros.
Ayudante de dirección: Francisco Afán.
Escenografía: Andréz D’Odorlco, realizada por Alberto Valencia.
Intérpretes: Juan Salas (Peler), Malle flrik (Mónique), Joaquín Hinojosa (Paul), José Renovales (Dimitri), Miguel Nielo (Raymond), …
Estreno en Madrid: Teatro Goya, septiembre de 1973.
 

FOTO: DEMETRIO ENRIQUE

Wesker, nacido en 1932, se suele incluir dentro del movimiento teatral inglés conocido por los «angry young men», que señala la renovación de la escena inglesa en un intento de superar su calidad indiscutible, pero victoriana, para hablar del hombre de hoy. Su ascenso como autores se debe al gobierno laborista instaurado al término de la segunda guerra mundial, quien da a las clases trabajadoras la posibilidad de acceso a la cultura, aunque no, como ha expresado el propio Arnold Wesker, la posibilidad de comunicación, pues en un primer momento se preocupó simplemente de las necesidades materiales sin considerar también como de primera necesidad los alimentos de tipo espiritual. Wesker tuvo que arrancar difícilmente de los Sindicatos el apoyo a su labor cultural. Dentro de los dramaturgos incluidos en el mismo movimiento, entre los que quizá Harold Pinter sea el de más talento y su teatro el más avanzado, Wesker representa la búsqueda del realismo social y la consagración de una utopía socialista. En su obra se conjuga el grito de John Osborne, con el testimonio casi documental de Shelag Delaney, pero vislumbrando un horizonte en el que la felicidad humana y la abolición de toda alienación parece posible. Wesker, como dice una obra suya, nos habla siempre de Jerusalén en un sentido bíblico de tierra prometida y como símbolo de que podemos realizar nuestros sueños aquí y ahora. Tras la trilogía de piezas familiares constituida por Sopa de pollo con cebada, Raíces y Estamos hablando de Jerusalén, que constituyen una autobiografía dramática, Patatas fritas a voluntad y La cocina son obras que retratan la lucha del hombre contra la sociedad que le oprime y donde la realidad documental queda trascendida por el anhelo poético de realizar los sueños del hombre.

Para Arnold Wesker el microcosmos que supone la cocina es la imagen del mundo, y en este subproletariado de los servicios, de los emigrantes, de los estudiantes que se pagan su propio aprendizaje, encuentra las rivalidades, los prejuicios y el racismo de la sociedad exterior. Sus protagonistas quieren algo más que supervivir, quieren comunicarse, quieren alcanzar un auténtico humanismo, y por ello se sublevan contra un engranaje que, encarnado en el dueño del restaurante, se pregunta qué más quieren. En La cocina no se puede hablar de la existencia de unos protagonistas individuales, sino de un protagonista colectivo, aunque dentro del mismo sobresalgan unas voces sobre otras porque aportan mayores vivencias o tratan de fabricar sueños más bellos.

Como espectáculo teatral, La cocina trata de ser un gran ballet social, en el que es tan importante la evolución conjunta del cuerpo de baile que constituyen todos los actores como el solo en aquellos momentos en que se aborda un «paso a dos» dramático. Miguel Narros, en su puesta en escena, ha cuidado especialmente la coreografía, pero evidentemente no ha conseguido un nivel aceptable en la expresión individual, salvo en casos aislados, como Joaquín Hinojosa en el papel de Paul y el excelente José Renovales en Dimitri. Las causas son fácilmente adivinables, la escasez de ensayos, mes y medio y sin cobrarlos, pese a las decisiones de las asambleas de actores, y el carácter casi «amateur» de algunos intérpretes que han tenido que aceptar unas condiciones desfavorables bien por la vocación de hacer un texto en el que se cree, bien por necesidad de sobrevivir en las condiciones infames de la oferta teatral. Conviene recordar que esta misma obra en Polonia se va a estrenar tras siete meses de ensayos. Y que en la versión española, aparte de otras limitaciones, se ha dado el caso de que no funcionara un magnetofón por haberse estropeado cuando el engranaje conjunto es fundamental en la obra.

Los defectos señalados, así como el patente ahorro en el decorado y la falta de utilización de elementos reales como alimentos y bebidas, indican claramente las contradicciones del teatro en España, donde la propia esencia de la pieza queda subordinada al complejo empresarial, en el que se da la paradoja de que coexistan la propiedad con la productora teatral, ambas interesadas en repartir beneficios, en una obra de extenso reparto y, por tanto, costosa y que exige no regatear ninguna inversión, si se cree en ella. Pero ¿cómo puede creerse en esta pieza de utopismo social cuando Arnold Wesker es alojado en su visita a Madrid en una casa donde al tirar de la cadena del retrete suenan canciones ligeras? Probablemente no se sabe que Arnold Wesker es un escritor proletario, socialista convencido, hijo de unos emigrantes rusos pertenecientes al partido comunista, que es un desilusionado por el «Stalinismo» y que se preocupa del acceso del pueblo a la cultura, porque en el Jerusalén del que nos habla piensa que el hombre tendrá algo más que pan, vestido y fuego, y que necesitará de la cultura porque es algo más que un animal.

Se da así la profunda contradicción de que el espectáculo más importante que actualmente se representa en Madrid sea de alguna manera el más fallido, y que el virtuosismo de movimientos de la coreografía teatral se coma demasiadas veces el significado de la obra. Al terminar el primer acto, uno puede decirse que todo aquello es muy bonito, pero que la continuación es indiferente. Afortunadamente el tiempo muerto en el trabajo con el que arranca la segunda parte nos da la clave de unos hombres que buscan amistad, comunicación y sueños, más allá de la comida diaria asegurada, del trabajo soportable y de unos gastos diarios cubiertos.

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CARLOS GORTARI
Copyright©carlosgortari

 

 
TEATRO GOYA
MADRID

 

 
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